Rafael Belaunde A.
Para Lampadia
Debo a Jesús Huerta de Soto mi interés por la escolástica española de cuya trascendencia comencé a percatarme gracias a sus conferencias, que son accesibles en internet. Antes de conocerlo, sólo habían despertado mi curiosidad algunas personalidades de la Escuela de Salamanca que durante el siglo XVI, en sintonía con el advenimiento del mundo moderno, hicieron aportes precursores en torno al estudio de lo que hoy conocemos como ciencias sociales.
Mi objetivo es compartir y comentar los conceptos vertidos por él en su conferencia “Juan de Mariana y los escolásticos Españoles”, dictada el 2016 en Toledo, cuyos ilustrados conceptos se centran en el discernimiento seminal que tuvieron esos pensadores respecto a la economía.
Comienza por afirmar Huerta de Soto que los problemas económicos que nos aquejan se deben a que hemos olvidado las contribuciones de los escolásticos del Siglo de Oro, quienes explicaron que el progreso se sustenta en un conjunto de valores y principios que ellos mismos contribuyeron a develar.
Nos empantanamos porque somos víctimas de la petulancia, o de “La fatal arrogancia”, según palabras de F. Hayek, de atribuir predictibilidad a las consecuencias colectivas de nuestro libre albedrío; como si el comportamiento individual fuera conjuntivamente previsible y cuantificable. Somos, pues, víctimas de una tradición determinista y cientificista que pretende hacer de la acción humana un proceso cuyo devenir sería susceptible de pronóstico. Esta infundada creencia, según nuestro autor, tiene su germen en Adam Smith.
¿A qué se debió el desdén por los escolásticos españoles?, se pregunta. “Sobre todo a la malsana influencia imperialista de la Escuela Clásica anglosajona”, responde. Es en La riqueza de las naciones publicada por Adam Smith en 1776, que hasta fines de siglo XX era considerado el libro germinal de la economía como disciplina científica, donde anida el germen antiliberal que nos aqueja. Resulta paradójico que se le considere un emblema del liberalismo.
Nuestro conferencista explica que, a través de su libro, Smith inocula en la historia de la economía tres virus letales:
1) Introduce la tesis según la cual el valor de las cosas viene determinado por el costo que su producción demanda: es la teoría objetiva del valor. Sus discípulos elaborarían luego la teoría objetiva del valor-trabajo. Así, le proporcionaron a Karl Marx los fundamentos del argumento de la explotación, porque si el valor viene determinado por el costo de producción y éste contiene como componente esencial el trabajo, existiría un diferencial o plusvalía, que los empresarios le esquilman a los trabajadores.
Al proponer esa superchería, Adam Smith hizo tabla rasa de la contribución de los escolásticos hispanos que lo antecedieron en dos siglos y que, a diferencia de él, centraron su razonamiento en la teoría subjetiva del valor. Huerta de Soto cita una sentencia de Diego de Covarrubias de 1545: “el valor de una cosa no depende de su naturaleza objetiva sino de la estimación subjetiva de los hombres”. Covarrubias daba como ejemplo que en las Indias el trigo se valorara más que en España a pesar de que la naturaleza de ese cereal era la misma en ambos lugares. Igual podría decir yo de los caballos, por entonces varias veces más valiosos acá que en Europa donde abundaban.
2) Confundió Smith el nexo de causalidad entre costos y precio. Él, centra su atención en un estado final de reposo o equilibrio, en el que precios y costos coinciden. Al presumir que el costo determina el valor, los precios no serían más que su consecuencia. La realidad, no obstante, es otra: en 1544 Luis Saravia de la Calle concluyó su Instrucción de mercaderes, con la siguiente frase: “Los que miden el justo precio de las cosas según el trabajo, costas y peligros del que trata o hace la mercadería, yerran mucho porque el justo precio nace de la abundancia o falta de mercaderías, mercaderes y dineros, y no de las costas, trabajos y peligros”.
Saravia fue más lejos. Sostuvo que la distorsión arbitraria de la estructura de los precios atenta contra el proceso empresarial al pervertir las señales que los emprendedores deben evaluar para impulsar con sus iniciativas el progreso.
3) Finalmente, Huerta de Soto afirma que el error más grosero en el que incurre Smith, y que continuarían sus sucesores hasta Jeremías Bentham, es la tesis del “precio natural” al que tenderían las cosas, es decir, el precio de equilibrio a largo plazo. En realidad, los precios se determinan día a día en el mercado como consecuencia de la intervención de los diversos agentes económicos. “De este modo,” sostiene nuestro autor, Smith “inocula el bacilo del análisis del equilibrio en la ciencia económica, …”, algo que ha constituido el meollo en torno al cual se ha elaborado la ingeniería social y se ha fantaseado sobre la economía de bienestar, la misma que ha alimentado los afanes de tecnócratas empeñados en tutelar y dirigir nuestras vidas y en planificar nuestras sociedades, como si éstas fueran rebaños a los que ellos han de pastorear.
En nuestro país ha quedado harto demostrado que el supuesto Estado de bienestar no es otra cosa que el bienestar del Estado, o, más bien, el de sus administradores que con desvergüenza no hacen más que procurarse sinecuras y prodigarse canonjías.
A los paternalistas contemporáneos habría que recordarles una sentencia de Juan de Mariana que hace ya casi cinco siglos se percataba de su ensoberbecida petulancia: “Es gran desatino que el ciego quiera guiar al que ve.”
Para el padre Juan de Mariana “El tirano típico es aquel que arrebata las riquezas de los individuos (…), emplea la fuerza, la intriga y demás medios criminales. Agobia con multitud de impuestos que inventa todos los días sembrando la discordia, abrumando con infinidad de pleitos y guerras intestinas. Los tiranos construyen y edifican grandes obras a costa del sudor y las lágrimas de sus súbditos”.
En su libro, Historia de España, de Mariana hace una defensa de la libertad individual y la contrapone a la tiranía de quienes la expropian conculcando el libre albedrío del prójimo.
No es de extrañar que Thomas Jefferson, el más conspicuo de los padres fundadores de EEUU, recomendara fervientemente a sus colegas leer ese libro.
En De monetae mutatione, otro texto de Mariana, se introduce la idea del tiranicidio monetario, es decir de la inflación esquilmadora. Aunque el término inflación no se utilizaba entonces, su autor reconocía los efectos perniciosos del envilecimiento monetario. Inducirlo, no es más que robar a la ciudadanía; es como un impuesto oculto, y todo impuesto que se obtiene sin la aquiescencia de los ciudadanos, es un robo, sostiene el autor.
Apelando a una metáfora religiosa, afirma que para evitar el pecado es esencial eliminar la tentación tuteladora de aquellos que detentan poder: “Lo que hay que hacer es que la familia real gaste menos, porque lo moderado gastado con orden luce más y representa mayor majestad que lo superfluo sin él.”
En nuestro medio, la rapiña de las élites burocráticas de Petroperú es el mejor ejemplo del trasfondo predatorio de quienes se consideran pastores de rebaño, al tiempo que simulan estar al servicio del pueblo.
La semilla liberal que impregna a la escolástica hispana es válida también para criticar la ingeniería social economicista y para señalar sus desviaciones “cientificistas”. En la ciencia verdadera, cuando las predicciones se incumplen las premisas sobre las que se formularon se desechan. Eso es lo que debió suceder, a mi entender, con los sofismas keynesianos. Específicamente con el multiplicador y con la creencia absurda de que la prodigalidad en el gasto público conduciría al pleno empleo. Pero tal cosa no sucedió, porque en la seudo ciencia de los deterministas el dogma se antepone a la realidad y la creencia sustituye a la razón. Es útil recordar la demoledora opinión de Henry Hazlitt sobre La Teoría General del empleo, el interés y el dinero de Keynes: “Lo que es original en el libro no es cierto, y lo que es cierto no es original”.
Como a pesar de los recurrentes desengaños, los deterministas no desechan sus falsas premisas y persisten en su fatal arrogancia, nuestro conferencista procede a ridiculizar las contemporáneas teorías designadas rimbombantemente “Dynamic Stochastic General Equilibrium models”, concluyendo que sus fracasos predictivos son consecuencia de los descabellados afanes de los incautos que los formulan.
Uno de ellos, conspicuo artífice involuntario de la gran recesión finisecular, Alan Greenspan, tituló El mapa y el territorio a un texto que evidencia el desconcierto derivado del hecho de que la realidad se yerga indiferente frente a los caprichos de unos teóricos presumidos. En su metáfora, el territorio es la realidad y el mapa son los modelos que pretenden replicarla. Al preguntarse por los motivos que condujeron a la recesión, Greenspan concluye que lo que falló fue el mapa. Falló, porque la vida en libertad, esa que los intervencionistas aborrecen, excepto cuando se trata de la suya, no es protagonizada por supuestos agentes representativos, homogenizables y rebañegos, sino por individuos libres y autónomos, con imaginación, iniciativas y aspiraciones; con suspicacias, recelos y temores. Y con recursos variables, cuyos valores se modifican permanentemente.
Sostiene Huerta de Soto que el futuro no es un “por venir”, como en los procesos físicos naturales, sino un “por hacer”. Si el futuro fuera predecible y determinable la libertad no sería más que una quimera.
La impredictibilidad fluye, por ejemplo, de la creatividad que surge inexplicable y espontánea, o de la libre competencia, que es la rivalidad entre agentes económicos bregando por una mayor cuota del mercado.
En 1585, Jerónimo Castillo de Bobadilla, en Política para corregidores, argumenta que los precios bajarán como consecuencia de la emulación entre los vendedores, lo cual beneficia a los consumidores.
Sostengo que estamos ante “la mano invisible”, solo que dos siglos antes de que esa metáfora apareciera impresa en La Riqueza de las Naciones.
Años antes de su publicación Anne-Robert Turgot también había explicado, aunque sin aludir a la metáfora de la mano invisible, las consecuencias beneficiosas de la libre competencia. La amistad y el intercambio de opinión entre ambos, que Smith elude mencionar en su texto, me hacen sospechar que sus errores son autónomos, pero que varios aciertos son ajenos.
En cuestiones monetarias, los escolásticos también fueron precursores. “No nos debe extrañar, porque ellos fueron testigos de excepción de la primera gran inflación de la historia de la humanidad”, sostiene nuestro conferencista.
Efectivamente, como consecuencia del descubrimiento, y provenientes del Perú y de México, se produjo la afluencia masiva de metales preciosos hacia Europa, incrementándose la masa monetaria y consecuente mente los precios.
Así, Martin de Azpilcueta expuso cómo es que el crecimiento de la oferta monetaria, a igualdad de circunstancias, hace que el poder adquisitivo del dinero caiga. Allí donde el dinero escasea, su precio es más alto, dice. Ilustra su aserto comparando precios de la época entre España y Francia, siendo más bajos en esta última nación porque allá el impacto monetario de la llegada de metales preciosos fue menor.
Para la España del siglo XVI, el oro del Perú y de México que se convirtió en moneda fue un regalo envenenado porque le hizo perder competitividad.
Si la afluencia creciente de metales preciosos tuvo consecuencias inflacionarias, ¡imagine cuán malignas son las consecuencias del exceso de dinero fiduciario! ¡En ese “aguar la sopa” nuestros intervencionistas criollos son expertos y nos han hecho mucho daño!
Otra de sus contribuciones es la teoría de la preferencia temporal. Según ésta, los bienes disponibles de inmediato tienen mayor valor que los bienes remotos. El bien futuro tiene un descuento respecto al bien presente. Allí se encuentra el fundamento del interés. Menudo aporte en tiempos en que cobrarlos era una prohibición compartida por los tres monoteísmos.
Supongo que considerar pecaminoso el interés resultaba intrascendente en épocas pretéritas, en las que la acumulación era una rareza que se traducía en gastos suntuarios como las catedrales góticas, pero a partir del Renacimiento tal prohibición constituyó una tremenda barrera para la generación sostenida de la riqueza.
Sin dejar de reconocer antiguas intuiciones, como las que tuvo Catón respecto a las bondades de la legislación romana que se sustentaba en la sabiduría progresivamente acumulada a lo largo de muchas generaciones, y no al capricho mesiánico de un supuesto iluminado, al estilo de Licurgo en Esparta, Huerta de Soto no escatima elogios para los escolásticos españoles.
Sobre sus cimientos, Menger, Bohm-Bawerk, Mises y Hayek estructurarían luego la escuela austriaca de economía. Tal entroncamiento no debe sorprendernos, dice, pues durante siglos los Habsburgos reinaban también en Austria, por lo que ambos reinos se nutrían del acervo cultural de España, a la sazón, primera potencia del planeta.
Nuestro conferencista me convenció que la economía no tiene en Smith a un Adán originario, sino únicamente a un intérprete que, a pesar de tergiversar ciertos principios capitales, expuestos por los escolásticos españoles, logró hacerse con una paternidad que no le corresponde. A fines del siglo pasado Joseph Schumpeter y Marjorie Grice-Hutchinson, entre otros, contribuyeron a esclarecer esa verdad. Huerta de Soto es el coetáneo que la reafirma.
Permítaseme una digresión final: ¿Por qué si varios escolásticos migraron al Perú para incorporarse a la Universidad de San Marcos en 1551, desaprovechamos las certidumbres que trajeron consigo?
Sospecho que durante el virreinato, por el “rentismo” monárquico y por las rigideces estamentales entre indios y criollos, las mismas que atentaban contra la integración cultural y fomentaban la tutela dirigista.
Durante el siglo XIX, presumo que por los prejuicios raciales derivados de ese otro absurdo determinismo: el biológico. Determinismo racial, anglosajón y “cientificista”; tan de moda entre los “ilustrados”. Esos prejuicios dificultaron la ruptura con el agobiante paternalismo heredado del virreinato.
¿Y qué sucedió luego? Sucedió que continuamos siendo víctimas de la “fatal arrogancia” tuteladora. Sostengo que durante el siglo XX, el poder de cooptación del marxismo, con su prédica disociadora y promotora de rencores, aunada al conservadurismo petrificante, ese desatinado tonto útil que es como un ciego pretendiendo guiar al que ve, frustraron todo intento esfuerzo a acotar las prerrogativas de un Estado prebendario, obstaculizaron toda iniciativa promotora de la integración y el mestizaje, y sabotearon todo intento de liberalismo redentor. Lampadia