Las recientes manifestaciones en Brasil han dejado desconcertados a muchos espectadores en el ámbito internacional. No en vano en los últimos años el país ha experimentado uno de los crecimientos económicos más importantes de su historia. Solo en la última década –y gracias en gran parte a las reformas estructurales de liberalización de la economía que emprendiera el gobierno de Cardoso–, más de 40 millones de brasileños han salido de la pobreza para incorporarse a la clase media, que así ha visto su tamaño crecer en 50%.
No obstante este progreso, en las últimas semanas más de un millón de personas han salido a las calles a expresar su descontento en una de las protestas más multitudinarias de la historia brasileña. Y lo curioso es que detrás de estas protestas no hay movimientos políticos ni líderes visibles, sino jóvenes –en su mayoría– de clase media con educación superior. De hecho, 71% de los manifestantes encuestados por la Confederación Nacional de Transporte se ha declarado satisfecho con sus condiciones de vida.
¿Entonces, por qué reclaman estas personas y por qué sus protestas tienen el apoyo del 75% de la población del país? El detonante fue una subida en los precios del transporte público de tan solo 20 centavos, pero la marcha atrás en la subida no acabó –ni mucho menos– con la protestas. En las encuestas los manifestantes han declarado estar reaccionando ante la altísima corrupción en el estado brasileño, los elevados gastos para la Copa Mundial de Fútbol del 2014 y los Juegos Olímpicos del 2016 y, sobre todo, por la priorización de estos gastos frente a la pobre situación de los servicios que ofrece el Estado a sus ciudadanos.
Estas protestas, pues, no son las de un pueblo cercado por la pobreza ni por una dictadura abusiva que le niega cualquier tipo de libertad o garantías. Las exigencias de los brasileños tratan, por así decirlo, de necesidades de un segundo nivel: aquellas a las que uno puede dedicar tiempo y energía solo cuando tiene sus necesidades básicas satisfechas. Es decir, son protestas eminentemente clasemedieras y son también, por tanto, un efecto colateral del crecimiento económico. Lo mismo que, sin ir más lejos, ocurrió en Chile en el 2011, cuando después de años de un crecimiento económico asombroso, los estudiantes del país austral se movilizaron para exigirle al Estado una educación pública de mayor nivel.
Samuel Huntington, politólogo estadounidense, explica este fenómeno así: a medida que la calidad de vida de los ciudadanos aumenta en una sociedad, sus demandas por mejores servicios públicos aumentan con ella. En otras palabras: el crecimiento de la clase media es una buena noticia para la sociedad pero supone mayor presión para el Estado, en la medida en que sus servicios pasan a tener al frente a un “cliente” empoderado y dispuesto a exigir. Esto, en lugar de una serie de ciudadanos en situación desesperada, para los que dedicar días a protestar es un lujo normalmente incosteable y cuya resignación es algo que un Estado clientelista suele poder comprar fácilmente con tan solo regalar, por ejemplo, comida.
Pues bien, en lo que toca al aumento de la clase media, el Perú va por el camino de Brasil y, si cabe, más sólidamente, desde que nuestra reducción de la pobreza está más relacionada con las oportunidades generadas por el crecimiento. Desde el 2001, casi 10 millones de peruanos se han incorporado a una clase media, que según el BID, ahora representa al 70% de la población. Cierto esto que buena parte de esta clase media es aún frágil, pero también lo es que, si el país sigue por la senda del crecimiento, cada vez lo será menos.
El problema, entonces, es que también vamos por la senda de Brasil en lo que toca a los servicios públicos, que no han mejorado conforme la clase media ha ido creciendo. Es decir, que nuestro Estado sigue dando los mismos servicios desastrosos a unos ciudadanos que están cada vez en mejor situación para notarlo y reclamar por ello. Particularmente considerando que con la clase media está creciendo también el número de peruanos que pagan impuestos y que, por lo tanto, pueden sentirse directamente estafados por la calidad de los servicios estatales.
Lo de Brasil, consiguientemente, nos compete no solo en tanto que latinoamericanos. Nos compete también porque, si las cosas siguen como van, podría ocurrirnos a nosotros (especialmente si se bloquea la esencial reforma del Estado que contiene el proyecto de ley para la reforma del servicio civil). Salvo, claro, que nuestros gobernantes tomen la siempre inteligente decisión de escarmentar en el ejemplo ajeno e internalicen la lección brasileña: que los regímenes que presiden sobre etapas de crecimiento sin mejorar al mismo tiempo los servicios estatales están dejando juntarse dos fuerzas cuyo contacto, más temprano que tarde, causa una explosión.