Los nombres de Gates, Jobs, Zuckerberg, Brin y Page, son ampliamente reconocidos. En cambio, el de Robert Noyce, no. Un error. Fue Noyce, creador y comercializador del microchip, el que engendró la era informática. Sin su invento, ninguno de los antes mencionados podría haber existido. Noyce, no solo creó la tecnología, sino que configuró la forma de administración y trabajo de la nueva industria. Por si fuera poco, fue uno de los primeros vecinos del hoy famoso Silicon Valley. Su historia sirve para reafirmar el papel del empresario como creador y generador de empleo, y su multiplicación en manos de los que reconocieron el valor de su desarrollo, sobre todo en estos días en que pareciera que algunos pierden de vista el vital papel de la contribución de los empresarios a la sociedad y la economía.
Grinnell, Iowa es un pequeño pueblo del Medio Oeste Norteamericano. A mediados del siglo XX, como muchos de pueblos similares de la región, contaba con apenas siete mil habitantes y estaban todavía fuertemente impregnados por los valores y costumbres que impusieron sus fundadores: los duros, tozudos y voluntariosos protestantes que colonizaron el lugar en la segunda mitad del XIX. Grinnell, con su pequeña universidad, sería sin proponérselo, como señala Tom Wolfe, “el punto de partida de una revolución que habría de crear la red electrónica que constituiría el sustrato de la vida en el 2000 y los años posteriores”.
En ese pueblito y en esa universidad se formó Robert Noyce. En 1959, creó un circuito integrado de silicio altamente eficiente que se convirtió en un prototipo industrial. Ese circuito, fue rápidamente bautizado como microchip. Las posibilidades eran inmensas, podía aplicarse a todos “los campos de la ingeniería imaginables, desde los viajes a la Luna, la creación de robots y en otros que nadie había imaginado como la terapia sicológica por Internet. Su potencial era tan amplio que era imposible definirlo en una sola frase. ‘La segunda revolución industrial’,’ la era de la informática’, ‘el universo del microchip’, ‘la red electrónica’… ninguna de estas expresiones, ni siquiera el práctico neologismo de ‘la alta tecnología’ engloba todas sus repercusiones”, asegura Wolfe.
Noyce y la empresa Fairchild Semiconductor que había formado años antes con otros dos ingenieros se convirtió casi de la noche a la mañana en una de las compañías más populares del mundo. Luego de que la NASA decidiera usar los microchips para su programa espacial, los pedidos llegaron en masa. “En diez años las ventas de Fairchild pasaron de unos cuantos miles de dólares a ciento treinta millones [de esa época], y la plantilla, que en un principio se reducía al pequeño grupo inicial [una decena de colaboradores], ahora estaba compuesta por doce mil empleados”, indica Wolfe.
Fairchild no solo creó el semiente a partir del cual toda la era electrónica emergería, sino una nueva forma de gerenciar una empresa de alta tecnología. Todo era muy horizontal, con pocas diferencias entre empleados y jefes. Toda la plantilla hacía suyas las metas de la empresa y tenía (hasta cierto punto) capacidad de iniciativa. Las decisiones no se tomaban siguiendo cadenas de mando, sino en reuniones donde todos participaban. Además, se convirtió en una escuela e impulsora de nuevas empresas, sin quererlo. Posteriormente, trabajadores de Fairchild fundaron más de cincuenta empresas dedicadas a la rama tecnológica. Estas empresas a las que se bautizó como “fairchildren” fueron las que le dieron al Valle de Santa Clara la configuración de lo que hoy todo el mundo conoce como Silicon Valley. La filosofía y forma de trabajo de Noyce inició una nueva era y una industria pujante que hoy emplea y sirve con sus productos a millones de personas en el mundo.
En 1968, Noyce fundaría Intel, el gigante informático que elabora los procesadores de casi todas las computadoras, tablets y dispositivos electrónicos que se comercializan en el mundo actual.
Luego de Noyce vendría, Bill Gates creador de Microsoft, Steve Jobs fundador de Apple, Jeff Bezos de Amazon, Mark Zuckerberg creador de Facebook, Sergei Brin y Larry Page de Google, Reed Hastings y Marc Randolph, administradores de Netflix, y el chino Ren Zhengfei creador de Huawei Jobs.
Esta revolución tecnológica no solo ha transformado a la humanidad, sino que ha creado una inmensa riqueza, ha elevado la productividad y la capacidad humana, desde la astrofísica hasta la medicina, pasando por la educación y el ocio. Además ha desarrollado empleo. En un estudio realizado en Estados Unidos por Enrico Monetti (The New Geography of Jobs, 2012), en el cual se emplearon datos de 11 millones de trabajadores estadounidenses en 320 zonas metropolitanas, se estimó que por cada empleo generado en el sector de alta tecnología, otros cinco empleos adicionales se crean en la economía en el largo plazo. De ellos, dos empleos profesionales (como médicos o abogados), mientras que el resto son no-profesionales. Este es el caso de Apple. El autor señala que “en Cupertino [el pueblo donde se ubica Apple] emplea a 12 mil trabajadores directamente, pero genera 60 mil empleos adicionales, de los cuales 36 mil son no calificados y 24 mil calificados. Increíblemente esto significa que el mayor impacto de Apple en el empleo de la región lo hace en sectores que no son de alta tecnología”.
El mundo actual, no podría entenderse sin los empresarios como los arriba citados. Todos ellos, no solo crearon un producto que satisface una necesidad in existente antes de su creación, sino que fueron más allá. Sus creaciones se convirtieron en necesidades para hombres y mujeres. Sus aplicaciones generan riqueza, empleo y bienestar para millones de personas en todo el orbe.
Pero esto no es nuevo, así fueron las contribuciones de Benjamín Franklin, Edison, Ford, y miles de empresarios que con sus creaciones permitieron el desarrollo de mercados y no al revés como se mal informa en la columna editorial de Portafolio de El Comercio publicada el 17 de febrero último bajo el título de: “Quien genera empleo no es el empresario”
Como señalaba Shumpeter, es el empresario el que determina el aumento y la disminución de la prosperidad. Crea valor en la sociedad, impulsa la generación de riqueza. Por tanto el crecimiento de una nación y del empleo depende de él. A mayor capacidad de generar empresa que se tenga, mayores posibilidades de que se cree empleo. Sin empresarios y no burócratas, como se ha demostrado fehacientemente con todos los experimentos socialistas, no hay prosperidad posible. Quien genera empleo es el empresario. Lampadia