Hace casi 20 años, en mayo de 1993, Fernando Henrique Cardoso fue nombrado ministro de Finanzas de Brasil. En trece años, era el decimotercero en ocupar el cargo, pues era una cartera que parecía inútil en un país atrapado en la hiperinflación, la deuda y una anacrónica economía estatista. El Plan Real implementado por Cardoso detuvo rápidamente el alza de precios y lo llevó hasta la Presidencia, bajo la cual estableció los fundamentos para un nuevo Brasil: una reforma económica liberal y estabilidad macroeconómica.
El secreto de la política económica de Cardoso era simple: un banco central independiente cuya política monetaria controlaba la inflación, transparencia en las cuenta públicas, una rigurosa meta fiscal que redujo la deuda pública y una actitud mucho más abierta al comercio exterior y la inversión privada.
Este éxito fue reforzado por su sucesor, Luiz Inácio Lula da Silva, un antiguo líder sindical de izquierda cuyo gobierno vio a 30 millones de brasileños salir de la pobreza. Sin embargo, durante el segundo gobierno de Lula (2007-10) y especialmente bajo el mandato de su sucesora, Dilma Rousseff, la fórmula detrás del modelo brasileño ha sido lentamente abandonada.
La recesión global de 2008-09 hizo que Lula y Rousseff se desentendiesen de la decadente economía liberal e imitasen el capitalismo de Estado de China. El Ministerio de Finanzas emitió enormes cantidades de cheques para impulsar el crédito que otorgan los bancos estatales, el Gobierno renunció a la reforma del mercado y comenzó a gastar sin remordimiento. Cuando el recalentamiento se convirtió en estagnación (el PBI brasileño apenas creció 0.9% el año pasado), Rousseff presionó públicamente al Banco Central para que recorte las tasas de interés.
Y cuando la inflación se acercó al tope del rango meta (6.5%), dijo que su mayor preocupación era el crecimiento económico. Así que lanzó una desconcertante y cambiante oleada de beneficios tributarios (junto con aumentos en los aranceles) para favorecer a ciertas industrias, pero no equilibró estas medidas con reducciones en el gasto. Asimismo, en lugar de fijar una clara meta fiscal, existen señales preocupantes que remiten a la forma en que Argentina registra sus cuentas públicas.
En consecuencia, los inversionistas se hallan confundidos acerca de las políticas económicas de Brasil. Esta incertidumbre ha contribuido con generar un desempeño mediocre: desde el 2011, el crecimiento ha sido inferior y la inflación superior que en la mayor parte de América Latina.
Afortunadamente, Brasil todavía mantiene algunas fortalezas significativas, incluyendo sus sectores agrícola y energético, más ciencia e innovación de lo que podría pensarse y un mercado doméstico inmenso, aunque no tan efervescente.
Y aunque Rousseff haya cometido muchos errores, estos son pequeños comparados con, digamos, la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner. Pero en cualquier caso, la situación en Brasil está tornándose más difícil: el boom del consumo y el crédito ha perdido impulso, la balanza comercial ahora es deficitaria, pues la demanda china por el hierro brasileño se está reduciendo y el inminente final del dinero barato en el Primer Mundo está provocando un resbalón en el real. Aunque esto último ayudará a la manufactura brasileña, empujará la inflación hacia arriba.
Quédese, Sr. Mantega, quédese
Es por ello que son bienvenidos los incipientes signos de un retorno a una política económica más clara, que han sido emitidos en las últimas semanas. Para controlar la inflación, el gobernador del Banco Central, Alexandre Tombini, ha elevado la tasa de interés de referencia (aunque se necesitarán más incrementos para restaurar la credibilidad perdida). Guido Mantega, el ministro de Finanzas, ha señalado que ya no utilizará la política fiscal para estimular la economía y el pasado 4 de junio retiró un impuesto que gravaba los influjos de capitales.
Peso si Brasil busca retornar al camino trazado por el Plan Real, se requieren más cambios. En especial, el equipo económico de Rousseff necesita frenar el gasto y sacar al Estado del negocio del “micromanejo” de las decisiones de inversión.
En diciembre último, cuando The Economist urgió al Gobierno brasileño a dejar de interferir en la economía, pedimos a la presidenta Rousseff que despida a Mantega. Y fue ampliamente difundido en Brasil que dicha impertinencia tuvo el efecto de hacer del ministro de Finanzas “no despedible”. Vamos a intentar un nuevo enfoque: urgimos a la presidenta a aferrarse a Mantega a cualquier costo porque es todo un ganador.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
Publicado por Gestión, 11 de junio del 2013