Rafael Belaunde Aubry
Para Lampadia
Los Impuestos no originan necesariamente contraprestación a favor del contribuyente que los padece. Se supone que con la recaudación el Estado que los cobra se provee de fondos para cubrir las necesidades colectivas de la sociedad como son la seguridad, la justicia, la infraestructura, la educación, la salud pública, etc. Desafortunadamente, ese “etcétera” es cosa muy seria; incluye, en efecto, los 5,000 millones de dólares del despilfarro de La Refinería de Talara, los excesos burocráticos del Gobierno Central, y la financiación de la insania de cuatro niveles de gobierno.
En los estados que conforman los EEUU, por ejemplo, hay dos niveles: estatal y municipal; pero como allá optaron por conformar una unión de estados, existe un tercer nivel adicional: el federal. La primera potencia del planeta no dilapida recursos en niveles de gobierno innecesarios.
En realidad, el “etcétera” aludido es como una coima que pagamos para que los administradores del Estado solventen sus excesos, sus prebendas y sus sinecuras.
El Estado se nutre mediante impuestos directos como el Impuesto a la Renta (IR) que grava las utilidades y de impuestos indirectos como el Impuesto General a las Ventas que grava las transacciones (técnicamente, el valor agregado). El IR, al ser un porcentaje de las utilidades no genera pérdidas al contribuyente; a cero utilidades, cero impuesto.
Los impuestos indirectos, por su parte, afectan de manera diferente a productores y a consumidores finales. Los productores sólo pagan el IGV respecto al valor que agregan, debiendo deducir el IGV que grava sus insumos. Los bienes exportables están exonerados por lo que los exportadores cuentan con mecanismos de recuperación del IGV. Los consumidores finales, en cambio, los simples mortales, deben pagar la confiscatoria tasa del 18% en su integridad.
Si Usted es un peruano promedio es probable que sus ingresos le sean insuficientes, que padezca angustias cotidianas y que deba recurrir con frecuencia al endeudamiento, onerosísimo tratándose de una persona común y corriente, sin respaldo comercial suficiente ni sólidas garantías que ofrecer a los acreedores. Respecto al IGV que lo sangra, no tiene Ud. derecho a deducción alguna. Si por fortuna tuvo usted unos ahorros, producto de unas tierritas que vendió, o una herencia de un abuelo, le apuesto sin temor a equivocarme que se los comió la pandemia. Según datos irrefutables, el 60% de las familias pobres del Perú han des ahorrado durante los últimos años.
Hace unas semanas, el ministerio de economía, consternado por la crisis por la que el sector turismo languidecía, decidió aliviarlo reduciendo el IGV que lo agobia. Marriot y Hilton, Wyndham y Sheraton estaban semi vacíos y en serias dificultades. También los restaurantes formales, como los de Gastón o los de Osterling o los de tantos otros chefs que venden sus delicias con todas las formalidades que la ley exige. Pero me pregunto: ¿no hubiera sido reconfortante que Pérez y Mamani, Quispe y Rodríguez, y todos los pobres del Perú, que más que atravesar una crisis momentánea viven atrapados permanentemente en ella, experimentaran similar alivio?
Porque, valgan verdades, ellos son rehenes eternos y víctimas indefensas de un Estado implacable.
¿No se puede exonerar del IGV al Gas Licuado de Petróleo que es la principal fuente de energía calórica de los pobres urbanos? ¿Es imposible desgravar sustancialmente la gasolina y el Diesel?
El hombre de campo que provee de alimentos a la ciudad padece, inerme, el encarecimiento artificial del transporte, debido al apetito insaciable del Estado. Sucede lo mismo con los millones de citadinos que deben desplazarse diariamente al trabajo y que tienen que absorber el costo artificialmente elevado del transporte urbano.
Si las autoridades no respondieran con racionalidad a los quebrantos de las trasnacionales hoteleras y del resto del sector turismo, se producirían pérdidas enormes y fuga de capitales, lo cual sería lamentable. Está muy bien que se les alivie.
Lo que está muy mal es sacrificar el bienestar de millones de seres anónimos para beneficio del Estado, aprovechando que no tienen dónde fugar.
Progresaremos cuando quienes conducen el Estado desarrollen, por fin, una vocación solidaria e integradora, sin hipocresía. Un Estado al servicio de la gente facilitaría rutas de escape de la pobreza, no persistiría en fomentarla irresponsablemente como efectivamente sucede con las prácticas tributarias vigentes. Lampadia