Por Paul Krugman
(Gestión, 03 de Diciembre del 2014)
Parece que al fin la economía estadounidense está saliendo del profundo hoyo en el que se sumió durante la crisis financiera global. Pero el otro epicentro de la debacle, Europa, no puede decir lo mismo. El desempleo en la eurozona está estancado a un nivel que casi duplica el de Estados Unidos, mientras que la inflación está muy por debajo de la meta oficial y la deflación se ha convertido en un riesgo rampante.
Los inversionistas ya han tomado nota: las tasas de interés europeas se han desplomado. Entre ellas, los bonos de largo plazo alemanes, cuyo rendimiento es de apenas 0.7% anual. Esa es la clase de tasa que solíamos asociar con la deflación japonesa y, efectivamente, los mercados están señalando que esperan que Europa experimentará su propia década perdida.
¿Por qué está Europa en tan grave situación? La sabiduría convencional entre los encargados de la política económica europea dice que estamos ante el precio de la irresponsabilidad: Algunos gobiernos no se comportaron con la prudencia que una moneda común requiere, que eligieron aferrarse a doctrinas económicas fallidas.
Si me preguntan a mí (y a un buen número de otros economistas que han estado analizando en profundidad el tema), esta conclusión es esencialmente correcta, salvo por una cosa: se han equivocado en la identidad de los malos actores. Es que la mala conducta en el núcleo de este desastre en cámara lenta no viene de Grecia, Italia o Francia, sino de Alemania.
No niego que el Gobierno griego haya actuado irresponsablemente antes de la crisis o que Italia tenga un gran problema con su productividad estancada. Pero Grecia es un país pequeño cuyo desorden fiscal es único, mientras que los problemas de largo plazo de Italia no son la fuente de la corriente hacia la deflación que sufre el continente.
Si intentamos identificar a los países cuyas políticas económicas estuvieron bastante desalineadas antes de la crisis y que han dañado a Europa desde entonces, y que se rehúsan a aprender de la experiencia, todo apunta a que Alemania es el peor actor. En particular, consideremos la comparación con Francia.
Este país recibe mucha mala prensa, en especial a través de críticas a su supuesta pérdida de competitividad. Pero se está exagerando la realidad, pues nunca se sabrá por la prensa que su déficit comercial es pequeño. Claro que existe un problema y lo que habría que preguntarse es qué lo está causando.
¿La competitividad francesa ha sido erosionada por el excesivo aumento de costos y precios? Pues no. Desde que el euro entró en escena, en 1999, el deflactor del PBI francés (el precio promedio de los bienes y servicios producidos) ha crecido 1.7% anual, en tanto que los costos unitarios laborales lo han hecho en 1.9%.
Ambos números están en línea con la meta de inflación del Banco Central Europeo, que está ligeramente por debajo de 2%, y similar a lo ocurrido en Estados Unidos. Por su parte, Alemania está muy desalineada, pues el aumento de sus precios y sus costos laborales es de 1% y 0.5%, respectivamente.
Y no solo en Francia los costos están donde deberían estar. España vio que sus costos y precios crecieron durante la burbuja inmobiliaria, pero en estos momentos todo el exceso ha sido eliminado luego de años de doloroso desempleo y restricciones salariales. El aumento de los costos en Italia ha sido un poco elevado, pero no está tan desalineado hacia arriba como el de Alemania lo está hacia abajo.
En otras palabras, en la medida en que existe un problema de competitividad en Europa, este está siendo abrumadoramente causado por las políticas de “empobrecimiento del vecino” que ha venido aplicando Alemania, que en efecto están exportando deflación al resto del continente.
¿Y la deuda? ¿Acaso no es la Europa no alemana la que está pagando el precio de la pasada irresponsabilidad fiscal? En realidad, ese es el caso de Grecia y de nadie más. Y es especialmente erróneo en el caso de Francia, que no está enfrentando ninguna crisis fiscal y que puede obtener préstamos de largo plazo a una tasa de interés récord de menos de 1%, que apenas es ligeramente superior a la alemana.
Pese a ello, los encargados de la política económica europea parecen determinados a culpar a otros países y otras políticas por sus tribulaciones. Es verdad que la Comisión Europea (CE) tiene previsto un plan para estimular la economía con inversión pública —aunque los desembolsos son tan diminutos que el plan es casi una broma—. Entretanto, la CE está advirtiendo a Francia, que tiene los costos de endeudamiento más bajos de su historia, que podría recibir multas por no recortar lo suficiente su déficit presupuestario.
¿Y si se resuelve el problema de la demasiado pequeña inflación en Alemania? Una política monetaria muy agresiva podría lograrlo (aunque no contaría con ello), pero los funcionarios monetarios de este país están advirtiendo contra tales políticas porque podrían hacer que los deudores se salgan con la suya.
En suma, lo que estamos viendo es el poder inmensamente destructivo de las malas ideas. La culpa no es totalmente de Alemania —aunque es un jugador muy importante en Europa, solo es capaz de imponer políticas deflacionarias porque gran parte de la élite europea cree en la misma falsa narrativa—. Y uno tiene que preguntarse qué causará que la realidad termine por abrirse paso.