Pablo Bustamante Pardo
Director de Lampadia
La semana pasada publicamos la primera entrega de: El desarrollo no es una lotería, en el que Cheyre y Rojas muestran “aquellos aspectos que han sido clave para lograr un progreso que ha permitido que naciones periféricas que alguna vez fueron pobres y atrasadas se convirtiesen en notables ejemplos de bienestar y progreso”.
Su análisis incluye a Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia, Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur, Taiwán e Irlanda; y proponen diez enseñanzas.
La reseña de la semana pasada fue sobre la Libertad económica. Esta semana veremos la nota sobre Mercados abiertos y competitivos:
- Libertad económica
- Mercados abiertos y competitivos
- Instituciones inclusivas y capital humano
- Peligros del desarrollo hacia adentro y la industrialización de invernadero
- Un mercado flexible de trabajo que fomenta la empleabilidad
- Destrucción creativa, consensos y protección social
- Certeza regulatoria, propiedad privada y estabilidad macroeconómica
- Calidad del Estado
- Populismo y excesos del Estado
- Neutralidad en las políticas de desarrollo productivo
Reseñado de:
Un decálogo para que Chile [y Perú] vuelvan a progresar
Lecciones internacionales sobre el Estado y el desarrollo
Hernán Cheyre y Mauricio Rojas
Ediciones El Líbero – Chile
Cheyre es presidente del Centro de Investigación de Empresa y Sociedad (CIES), miembro del Consejo de Políticas Públicas del Instituto Libertad y Desarrollo.
Rojas fue militante del MIR, académico de la Universidad de Lund en Suecia y profesor de la Universidad del Desarrollo, miembro del Parlamento de Suecia del 2002 al 2008, reelegido el 2022.
Cada uno de los países estudiados siguió su propio camino, acorde con sus circunstancias particulares y el entorno global en el cual le tocó desenvolverse, tal como Chile [y Perú] también debe hacerlo.
- Mercados abiertos y competitivos
Los mercados han existido desde tiempos inmemoriales y bajo regímenes muy distintos a lo que se entiende como un régimen de libertad económica.
De hecho, cualquier intercambio voluntario entre dos o más personas, en el que unos ofrecen lo que otros demandan, da origen en la práctica a un «mercado», sea que esto tenga un lugar formal, como lo sería una feria libre, o incluso en condiciones definitivamente adversas, como podrían ser los intercambios que tienen lugar al interior de una cárcel.
Pero remitiéndonos a la imagen de mercado en su concepción más tradicional, habría que señalar que los mercados medievales, por ejemplo, estaban estrictamente regulados en todo sentido por instancias corporativas, políticas y/o religiosas que establecían desde las normas de producción y la cantidad de productos que debía elaborarse hasta los precios a que debían venderse, a menudo bajo el rótulo de «precio justo», es decir, aquel que permitía mantener el poder y el estatus social de los miembros de los diferentes gremios involucrados. Además, como lo señaló Adam Smith con énfasis, existe una tendencia natural de parte de los productores a asociarse a fin de fijar las cuotas de mercado y los precios que les sean más convenientes[1].
En síntesis, solo cuando los mercados son parte de un sistema de libertad económica generan los resultados que han hecho avanzar a la humanidad de una manera sin precedentes durante los siglos más recientes. Por ello mismo, una tarea central de un Estado que quiere promover el progreso es cuidar la libre competencia y penalizar las conductas que la amenacen o coarten. Lo esencial, en este caso, es velar por la existencia de mercados donde los incumbentes en cada industria puedan ser desafiados por nuevos emprendedores, es decir, donde no existan barreras de entrada artificialmente creadas a fin de excluirlos o dificultar su irrupción.
Esta vigilancia de parte del Estado, que implica la existencia tanto de normas pro libre competencia como de instituciones dedicadas a su efectivo cumplimiento, tiene una implicancia que trasciende el aspecto meramente económico. Tal como lo sabemos por la experiencia de nuestro país respecto de sonados casos de colusión y otras prácticas anticompetitivas, es la legitimidad del sistema de mercado la que se pone en juego cuando se vulnera la libre competencia.
Más aún, la historia de América Latina y su subdesarrollo es, en gran medida, la historia de mercados manipulados a partir de la convivencia entre el poder político e influyentes intereses económicos. El capitalismo latinoamericano ha sido, de manera significativa, un capitalismo de privilegios y prebendas dependientes del Estado y sus regulaciones. La esfera política y la económica han tendido a corromperse mutuamente y por ello mismo es vital mantener una estricta separación entre ambas. En este sentido, la existencia de poderosos grupos de presión que impiden la implementación de políticas que se traducirían en un cambio cualitativo a favor de una mayoría ciudadana, pero que chocan con los intereses de esos grupos -como es el caso, por ejemplo, de la todavía postergada reforma del sistema notarial-, así como la financiación ilegal de la política que durante largo tiempo se toleró en Chile, nos deja una lección amarga que no debemos desaprovechar. Ello no obsta para que se desarrollen esferas de cooperación público-privada, pero siempre que se respete cuidadosamente la autonomía mutua de los actores involucrados y siendo vigilantes ante todo intento de captura del diseño y la aplicación de las políticas públicas.
La historia económica de los países que estudiaremos contiene lecciones muy claras al respecto. El punto de partida de los procesos de desarrollo fue la creación de mercados liberados de los controles corporativos, es decir, donde se permitía una plena libertad de trabajo y empresa, y donde los precios no estaban determinados administrativamente, sino que se generaban por el juego de la oferta y la demanda. Este es el caso muy destacado de los países nórdicos, complementado por la apertura al comercio exterior, que es un elemento clave para que los mercados reflejen no solo las condiciones internas, sino también las vigentes internacionalmente, lo que permite alinear las condiciones domésticas de producción con las que imperan a nivel global. Para las naciones nórdicas este fue un aspecto determinante de su especialización industrial y su rápida capacidad de hacerse valer en los mercados mundiales. Si se hubiese aplicado una política de encapsulamiento de los mercados domésticos y de protección de las industrias nacionales, estos países difícilmente habrían podido desarrollar las industrias que fundamentaron su bienestar futuro ya que las mismas, de una manera natural, se hubiesen acomodado a unas condiciones que no exigían de ellas el ser competitivas en mercados abiertos.
Los casos de los demás países que analizaremos muestran lo difícil que es mantener esta línea que separa la economía de la política frente a las presiones tanto ideológicas, como en la Irlanda dominada por un nacionalismo mal entendido, como de los nuevos grupos de interés que el mismo desarrollo genera. Este es el caso de los países asiáticos estudiados, y también de los oceánicos. La confluencia de motivos ideológicos y fácticos es una amenaza evidente contra la libertad económica que prolongó, como en los casos de Irlanda, Australia y Nueva Zelanda, la vigencia de una visión del desarrollo hacia adentro que por largo tiempo perjudicó el progreso de estos países. En los casos de Corea del Sur y Taiwán se impuso rápidamente un cambio de política y una orientación hacia las exportaciones considerando las amenazas externas que hacían que lograr un desarrollo económico acelerado fuera una cuestión de supervivencia nacional.
Sin embargo, en el caso destacado de Corea del Sur la connivencia entre el sistema político y los intereses económicos de los grandes conglomerados llamados chaebols ha sido muy difícil de erradicar, tendiendo por ello a persistir las situaciones que coartan la libre competencia, fomentan la corrupción y siembran el desprestigio de ambos sistemas.
Segunda lección: La fuerza creativa de la libertad económica está siempre amenazada y puede incluso llegar a ser destruida por conductas que buscan limitarla en interés propio. La connivencia entre intereses políticos y económicos es letal tanto para la democracia como para la economía de mercado. La legitimidad de ambos sistemas se basa en regulaciones contundentes y una estricta vigilancia capaz de evitar tanto las prácticas anticompetitivas como el riesgo de captura de los entes y las políticas públicas. La existencia de una genuina competencia en los mercados, con bajas barreras a la entrada y con una carga regulatoria razonable, donde nuevos emprendedores pueden desafiar a los incumbentes, es un factor clave para la legitimidad de un sistema de mercado.
La autonomía regulatoria del Estado, así como su profesionalidad, son también factores decisivos para que la economía de mercado pueda desplegar todo su potencial creativo y mantener su legitimidad, pero también para que la democracia se mantenga sana y vital.
Lampadia
[1] Conocidas son las palabras de La riqueza de las naciones al respecto: «Raras veces se reúnen personas que ejercen el mismo comercio, ni siquiera por diversión o entretenimiento, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público o en alguna maquinación para subir los precios» (Smith 2000: 148). Se trata de un tema clásico que llama a no confundir una actitud pro empresas, con independencia de sus prácticas, con una pro mercados libres y pro libre emprendimiento. Milton Friedman recalcaba con fuerza esta diferencia: «Hay que distinguir entre ser ‘pro libertad de empresa’ (pro free-enterprise) y ser ‘pro empresa’ (pro-business). Los dos más grandes enemigos de la libertad de emprendimiento han sido, en mi opinión, por un lado, mis colegas intelectuales y, por otro, los grandes empresarios – por razones —» (Friedman 2022).