Del Leviatán Colonizado y Excluyente al Leviatán Encadenado
Jaime de Althaus
Para Lampadia
En su libro “The Narrow Corridor”, Daron Acemoğlu y James A. Robinson argumentan que los países que se desarrollaron en libertad encontraron un balance entre el poder del Estado y la capacidad de la sociedad de controlar ese poder e influir en él.
Es lo que ellos llaman el Leviatán encadenado. Pero la mayor parte de las naciones no tienen ese Leviatán sino alguno entre dos extremos:
sea el Leviatán despótico, el Estado todopoderoso y abusivo que controla la vida y la economía de los ciudadanos, donde la sociedad carece de poder alguno.
O el Leviatán ausente, sociedades en las que no hay Estado o en las que este es muy débil, en las que rige la violencia y la guerra de todos contra todos o, alternativamente, en las que un sistema de normas y parentesco previene y resuelve los conflictos.
En cambio, las sociedades en las que la construcción del Estado se produjo de manera paralela a la capacidad de la sociedad de influir y de poner límites a ese Estado, tienen un Leviatán encadenado.
Es el caso de Europa donde, desde comienzos de la edad media, se fue desenvolviendo un proceso que combinó dos componentes: de un lado, las tribus germánicas gobernadas por sus asambleas autónomas y, de otro lado, la influencia del antiguo imperio romano, con su Estado central formalizado en códigos escritos. La confluencia entre ambos principios formativos fue generando un Estado central, pero con fuerte base social, un Estado central que no podía imponer reglas, que tenía que recoger (y sistematizar, eso sí) las normas que venían de abajo. La “common law” es un ejemplo de ello. La ley es construida por los tribunales, recogiendo las normas sociales.
El Perú y algunos países de América Latina no calzan dentro de ninguno de estos tres Leviatanes. Aquí tenemos un divorcio entre el Estado central y la sociedad. Un Estado central que rige, en ocasiones con rigor, para un pequeño sector, formal e integrado, y que está relativamente ausente del resto de la sociedad o directamente la excluye. Muchas de sus normas han sido importadas de países desarrollados o fabricadas desde los sectores integrados, y resultan inaplicables al grueso de la sociedad. Rige en una parte del cuerpo social, pero influye sobre la otra parte impidiéndole el acceso a la legalidad y por lo tanto al crecimiento. Es decir, un Leviatán relativamente despótico que impone su fuerza por exclusión, no por inclusión.
Acemoglu y Robinson identifican precisamente un cuarto tipo de Leviatán que calza en cierta medida con lo que estamos describiendo: el “Leviatán de papel”. Estos «tienen la apariencia de un Estado y son capaces de ejercer cierto poder en algunos dominios limitados y en algunas ciudades importantes. Pero ese poder es hueco; es incoherente y desorganizado en la mayoría de los dominios, y está casi completamente ausente cuando vas a las zonas periféricas del país sobre las que se supone que deben gobernar”.
Los ciudadanos de los Leviatanes de Papel tienen lo peor de ambos mundos.
«Combinan algunas de las características definitorias del Leviatán Despótico, al no rendir cuentas y no ser controlado por la sociedad, con las debilidades del Leviatán Ausente: no puede resolver conflictos, hacer cumplir las leyes o proporcionar servicios públicos…”.
Estos Leviatanes de papel están presentes en América Latina y el África, y el elemento común es el origen colonial de sus Estados. «Los españoles no crearon burocracia ni administración estatal para dirigir la encomienda; manipularon la jerarquía política indígena para hacer esto”, explican.
Agreguemos algo más: en realidad los españoles crearon dos “Repúblicas”, la de españoles y la de indios. Dos Estados separados, pero integrados en uno solo, el virreinato, que conservó la nobleza indígena, precisamente para administrar la mita, los repartos y el tributo en la República de Indios. A nivel comunal, el diseño organizacional fue impuesto: las reducciones de indios reunían a varios ayllus en una comunidad, cuya matriz organizativa era española. En lo religioso, la extirpación de idolatrías y la evangelización cristiana fueron actos de conquista cultural. El Estado virreinal fue definitivamente despótico. Las instituciones nativas sobrevivieron, sin embargo, en el nivel sub comunal, pero también, como hemos dicho, en el nivel provincial o regional, con la nobleza indígena al servicio del virreinato. Con la decapitación de la nobleza indígena, luego de la rebelión de Tupac Amaru, abortó la posibilidad de que la futura República pudiera evolucionar hacia un Leviatán encadenado. Es decir, que la sociedad indígena pudiera influir en el Estado republicano. La sociedad indígena se campesinizó y aisló, desconectándose de un mercado que implosionó en el siglo XIX, o fue incorporada de modo servil en haciendas que se expandían.
El hecho es que el Estado Republicano, criollo, nace divorciado del Perú andino. La altísima informalidad es la secuela de esa marca de nacimiento. Es un Estado profundamente excluyente.
Lo que Acemoglu y Robinson no mencionan es que, precisamente, estos Leviatanes de Papel fabrican una muralla de papeles -valga la redundancia- y obligaciones que impide la participación de las mayorías en el sistema legal. Es decir, una normatividad, una formalidad, excesivamente profusa y costosa que relativamente pocos pueden cumplir, instalando una barrera excluyente que mantiene -en el caso nuestro, que es un caso extremo- a un 75% de los peruanos en la informalidad laboral. Y a un porcentaje muy alto de las empresas en esa misma condición.
Es decir, una sobrerregulación en un sector de la sociedad que genera la ausencia de regulación en el otro. Entonces, más que un Leviatán de Papel, lo que tenemos acá es un Leviatán Excluyente.
Pero ¿qué es lo que genera esa sobrerregulación?
Aquí confluyen dos vectores. De un lado, la prevalencia ideológica y política de los sectores sindicales y de izquierda que logran beneficios y protecciones que solo las grandes empresas pueden pagar. Y, de otro, el efecto de colonización o captura del Estado por parte de los sectores excluidos y también de sindicatos ideologizados.
Porque lo que ha ocurrido es que la sociedad excluida ha retaliado, colonizando ese Estado. Si no es posible crecer en la formalidad, lo mejor es capturar una posición estatal para medrar vendiendo licencias u otorgando obras. En efecto, los propios Acemoglu y Robinson señalan que, en estos leviatanes de papel, lejos de un sistema weberiano, meritocrático, de reclutamiento y promoción en la burocracia, lo que predomina son las redes de reciprocidad y parentesco y la distribución de puestos a amigos y simpatizantes, o a aquellos a quienes se desea convertir en partidarios. No estamos ante la formulación y ejecución racional e impersonal de políticas, según indicadores objetivos, sino ante una institucionalidad basada en relaciones personales y eventualmente de argolla. Por lo tanto, los Leviatanes de papel son intrínsecamente ineficientes.
Como he señalado en un libro mío,[1] se trata de instituciones orientadas no hacia afuera, para servir a los ciudadanos y resolver sus problemas, sino hacia adentro, para que sus funcionarios se favorezcan de los recursos públicos y de su posición de dominio frente a los usuarios. Es lo que se conoce con el nombre de neo patrimonialismo,[2] donde las autoridades o funcionarios usan los bienes públicos como si fueran propios.[3]
Esa fábrica de normas que pocos pueden cumplir es consecuencia, en parte, de esa forma de reclutamiento no meritocrática del personal, de la naturaleza neo patrimonialista[4] de la gestión pública: grupos de interés, mafias, argollas burocráticas o sindicales o gremiales que capturan áreas de la administración pública para medrar sin servir al ciudadano o para generar barreras o normas muy difíciles de cumplir para cobrar luego por los permisos o licencias. O consiguen privilegios aprovechando el clientelismo político del congreso o el Ejecutivo. Eventualmente también sectores empresariales interesados en eliminar la competencia, o como consecuencia de un reflejo colonial que impone normas traídas de fuera.
Entonces, cuando hablamos de neo patrimonialismo estamos hablando no de un Estado ausente o desconectado de la sociedad, tampoco de un Estado despótico que se impone sobre una sociedad débil. Es al revés. Estamos hablando de una sociedad que ha capturado el Estado. Es el Leviatán colonizado. Pero son esas colonias que capturan el Estado las que excluyen al resto. El Leviatán colonizado es un Leviatán excluyente. Es un círculo vicioso.
Cuando el Estado se ha democratizado, descentralizándose, en lugar de moldearse en una relación recíproca con la sociedad, sencillamente fue asaltado por esta. Conviven, así, una institucionalidad burocrática formal de tipo weberiano que no se cumple y una institucionalidad neo patrimonialista realmente existente que es la extrapolación a la administración pública local -y ahora nacional- de las reglas de reciprocidad familiar que rigen el mundo campesino.
Los emprendimientos no pueden formalizarse, porque la formalidad es muy costosa y rígida, pero algunos de ellos terminan tomando los centros generadores de formalidad, para informalizarlos.
El remedio contra estos males es simple de enunciar, aunque difícil de ejecutar: el antídoto perfecto del neo patrimonialismo es la meritocracia a todo nivel en el Estado, y la gestión de desempeño. Además, un programa muy riguroso de Análisis de Impacto Regulatorio de las normas que se emitan y del stock de normas existente, junto con la consulta popular de los proyectos de normas vía su prepublicación digital para que se pronuncien todos los interesados. Sin duda la digitalización del Estado ayudará.
Esta es la manera de tomar en cuenta la realidad social, las normas realmente existentes en la sociedad. Es la manera de empezar a encadenar al Leviatán, a lograr que Estado trabaje para la sociedad y no en contra de ella.
Pero el problema es el stock de nomas existente, que pesa como plomo sobre las actividades económicas e impide la emergencia de los pequeños. Resolver eso requeriría de un acuerdo social entre trabajadores y empresarios. Para eso, se supone, está el Consejo Nacional del Trabajo. Pero allí nunca se ha podido avanzar en un diálogo sincero.
Se requiere crear un espacio en el que puedan sentarse las centrales sindicales, los gremios empresariales y también representantes de los micro y pequeños empresarios, en el que se pueda desarrollar un diálogo genuino, constructivo. La única forma sería partir de temas o puntos en los que todos estén de acuerdo. Por ejemplo, la necesidad de que los trabajadores tengan salarios más altos. Y, por supuesto, la necesidad de disminuir apreciablemente los niveles de informalidad, para que una mayor parte cuente con derechos laborales.
Si el diálogo apunta a resolver esas dos preguntas: qué tenemos que hacer para subir sustancialmente el nivel salarial y reducir sustancialmente la informalidad, podría, si hay buena voluntad, llegar a acuerdos. Finalmente, la respuesta a ambas preguntas es la misma.
Si la sociedad civil, entonces, llega a esos acuerdos, el Estado, el Congreso, el Ejecutivo, tendrían que implementarlos. El Leviatán encadenado. Lampadia
[1] Jaime de Althaus, 2016: La Gran Reforma (de la seguridad y la justicia), Editorial Planeta, Lima
[2] Para Max Weber (Economía y Sociedad, FCE, 1969: 173-193) una “dominación patrimonialista”, correspondiente a las monarquías absolutas, no distingue la propiedad pública de la privada. El gobernante hace uso de los bienes públicos como si fueran propios, y afianza su poder otorgando beneficios, monopolios, prebendas, licencias, etc., en función no de criterios estrictamente racionales o técnicos, sino guiado por consideraciones de tipo moral –justicia- o político o exclusivamente personal. En un sistema patrimonialista no hay un cuadro burocrático formado por profesionales contratados por sus méritos, ni existe una planificación con arreglo a metas racionalmente sustentadas.
[3] Jaime de Althaus, 2011: La Promesa de la Democracia, Editorial Planeta, Lima
[4] Ver Reyna Arauco, Gustavo 2010, “Cultura Política y Gobernabilidad en un Espacio Local”, para el caso de Junin.