José Luis Sardón[1]
A Alberto Benegas-Lynch (h), con admiración y afecto
Uno de los seis títulos de la Constitución Política del Perú se llama Régimen Económico. Este se subdivide en también seis capítulos, el primero de los cuales establece ocho Principios Generales:
- Libre iniciativa privada y economía social de mercado;
- Libertad de trabajo y de empresa;
- Límites formales y sustantivos a la actividad empresarial del Estado;
- Prohibición de los monopolios legales;
- Libertad contractual y estabilidad jurídica;
- Libre comercio exterior e igualdad de trato a la inversión extranjera;
- Libre tenencia de moneda extranjera; y,
- Protección al consumidor.
Estas normas responden a la historia de nuestro país. En los treinta años previos a la promulgación de la Constitución, el Perú siguió un modelo de desarrollo estatista (1962-1992), que llegó a su paroxismo en los siete años del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975). En ellos, se establecieron todo tipo de empresas estatales; naturalmente, estas fueron mal administradas, y solo generaron déficit fiscal, inflación y pobreza.
Por el contrario, el actual régimen constitucional económico ha generado veinticinco años de estabilidad macroeconómica y crecimiento económico (1994-2019). Gracias a haber constreñido la actividad empresarial del Estado, no se ha tenido déficit fiscal y se ha conseguido una moneda sana; a su vez, las empresas privadas y los mercados abiertos han asignado mejor los recursos del país. En esos años, la economía peruana se multiplicó por cuatro y los niveles de pobreza se redujeron sustancialmente.
El régimen constitucional económico peruano no ha fracasado, pero sí la estructura política que le debía servir de soporte. El Perú no ha conseguido tener una alternancia ordenada de partidos en el poder. A excepción del Apra (2006-2011), han llegado al poder partidos de ocasión. En los últimos cuatro años, el Perú ha tenido cinco presidentes de la República: Kuczynski, Vizcarra, Merino, Sagasti y Castillo (2018-2021).
Esta inestabilidad política ha comprometido los logros económicos.
El 2020, el Producto Bruto Interno peruano se redujo en 11%; consecuentemente, la pobreza volvió a los niveles que tenía hace diez años. Dicho costo —ocasionado por las medidas decretada frente al Coronavirus— no tuvo una compensación sanitaria. Según Our World in Data, el Perú queda primero a nivel mundial en muertes por Coronavirus confirmadas por millón de habitantes: 5,912.
Las políticas públicas son fruto de las decisiones de los gobernantes. Empero, una estructura política deficiente favorece que estos formulen políticas equivocadas. Los gobernantes no son una excepción al aserto de José Ortega y Gasset:
Yo soy yo y mi circunstancia
La respuesta al Coronavirus se dio cuando el presidente Martín Vizcarra no tenía al frente al Congreso. Él mismo lo disolvió el 30 de setiembre de 2019, alegando que tenía una mejor idea sobre cómo elegir a los magistrados que nos sustituirían en el Tribunal Constitucional; y, el Congreso extraordinario, que culminaría su mandato, aún no estaba instalado. Seguramente, la ausencia de control parlamentario contribuye a explicar el descalabro económico y sanitario del Perú del año pasado.
Empero, la disolución del Congreso fue apoyada por muchos ciudadanos e incluso una mayoría de mis colegas magistrados. Nada explica lo segundo, pero sí —al menos, en parte— lo primero. El 2016, el predecesor de Vizcarra, Pedro Pablo Kuczynski, fue elegido presidente de la República; sin embargo, su partido obtuvo solo 16% de los asientos del Congreso. Esta situación generó un ambiente político muy crispado, que fue aprovechado por Vizcarra.
La experiencia peruana reciente nos recuerda la importancia de conceptualizar los fundamentos de la libertad económica en términos amplios.
Para tener un proceso de desarrollo sostenido, no bastan normas que la consagren. Ello es lo principal, pero no lo único. Además, se requiere normas que estructuren adecuadamente la interacción entre los poderes del Estado y la competencia política. En un escrito que data precisamente de la fecha en que se dio la Constitución peruana, Jon Elster afirmó:
Constitutions matter for economic performance to the extent that they promote stability, accountability, and credibility.
Para fructificar socialmente, la libertad económica tiene que perdurar en el tiempo. No puede ser flor de un día. Solo así genera incentivos adecuados para los agentes económicos en general y para los inversionistas en particular. La historia latinoamericana reciente ofrece los ejemplos de Chile y el Perú. Aquí y allá el crecimiento económico importante se registró cuando los gobiernos que establecieron la libertad económica fueron sucedidos por otros que la consolidaron en el tiempo.
El despegue económico de Chile data de 1989, cuando los gobiernos que sucedieron al régimen autoritario de Augusto Pinochet mantuvieron la libertad económica establecida por él.
Igualmente, el despegue económico del Perú data de 2001, cuando los gobiernos que sucedieron al de Alberto Fujimori preservaron la libertad económica establecida por su gobierno.
Empero, en uno y otro país el proceso de desarrollo económico no ha sido acompañado siempre de una estructura política adecuada.
En el caso chileno, la secuencia en que ocurren los hechos es elocuente. La crisis política estalla el 18 de octubre de 2019, un año después de que Chile abandonó el sistema de representación binominal, que fomentaba la conformación de dos grandes partidos en el Congreso.
En el caso peruano, no se tuvo nunca un sistema equivalente; así, la fragmentación legislativa siempre fue alta y se tuvo presidentes sin mayoría. Sin embargo, el caso extremo se dio el 2016 con Kuczynski.
No todo depende de la consolidación de un sistema de dos partidos. En los fenómenos económicos siempre inciden múltiples variables. En el Perú, la ausencia de un sistema de partidos fue suplida por las normas del régimen constitucional económico y su aplicación por el Tribunal Constitucional. En esto último, cabe destacar la insistencia de este en que las empresas estatales fueran creadas por ley del Congreso. Sin embargo, ello no ha sido suficiente.
La palabra “propiedad” no aparece en el texto original de la Constitución de los Estados Unidos de 1787; solo apareció en la Quinta Enmienda de 1791. Sin embargo, The Federalist explica que el propósito central de dicha Constitución es defenderla. Esa Constitución busca disponer las instituciones políticas de tal manera que se tenga gobierno limitado, para afirmar la propiedad frente a los impulsos autodestructivos incubados en una democracia pura. En un célebre ensayo, Mancur Olson afirmó:
There is no private property without government!
El gobierno no crea el derecho de propiedad, pero, sin su reconocimiento y protección, este no logra institucionalizarse. Al mismo tiempo, no obstante, el gobierno puede convertirse en el mayor enemigo de la propiedad, como lo muestran la reforma agraria de 1969 en el Perú o el “corralito financiero” de 2001 en la Argentina, por mencionar solo dos ejemplos. Seguramente, los mayores asaltos a la propiedad han provenido de los propios gobiernos. El reto, entonces, es tener gobierno limitado.
Los Padres Fundadores de los Estados Unidos pensaron que una “república comercial extendida” requería ser sostenida por una estructura política combinada.
Esta comprende, por lo pronto, el sistema de dos partidos que deriva de la forma en que se eligen el Legislativo y el Ejecutivo. Este constriñe las alternativas ciudadanas, pero resulta indispensable para lograr el objetivo señalado, puesto que la fragmentación precede a la polarización, como explica The Federalist 10 y 68.
El tema central del diseño constitucional estadounidense, sin embargo, es la separación de poderes, explicada por The Federalist 47, 48 y 78. Esta puede haber sufrido distorsiones en el tiempo. El célebre voto singular del juez Antonin Scalia en el caso Morrison v. Olson señala la creación de los fiscales independientes. Empero, en términos generales, se mantiene firme desde 1787, contrastando con los sistemas parlamentarios europeos, en los que no existe, propiamente, dicha separación.
Para elegir al Legislativo y al Ejecutivo, los europeos tienen un solo voto, mientras que los americanos tenemos dos. Aquí, dividir el voto —split the ballot— es siempre una opción. En los Estados Unidos, sin embargo, la confrontación entre dos poderes elegidos encargados a dos partidos distintos funciona gracias a las elecciones frecuentes y escalonadas con que se renuevan dichos poderes, y al sistema de dos partidos mencionado.
Una Constitución económica no puede descuidar, pues, el diseño de las instituciones políticas. El Régimen Económico de la Constitución Política del Perú de 1993 fue muy bien pensado y puso frenos a la intervención del Estado en la economía. Sin embargo, la misma Constitución descuidó brindar incentivos correctos a los agentes políticos; así, comprometió el proceso de desarrollo en el largo plazo.
Un trabajo reciente de Lucas Ghersi Murillo identifica quince normas de contenido económico en la Constitución de los Estados Unidos. La gran mayoría son prohibiciones al gobierno federal o a los gobiernos estatales, o atribuciones del Congreso. Dada la relevancia del asunto, este —integrado por los representantes directos del pueblo— es quien tiene las mayores responsabilidades. La atención primordial de ella, por tanto, está puesta en la manera cómo este se conforma.
En Latinoamérica en general y en el Perú en particular, falta no solo comprender mejor el rol del Estado en la economía sino también diseñar adecuadamente nuestras instituciones políticas. Lampadia
[1] Abogado experto en Derecho Público, árbitro de la Cámara de Comercio de Lima y ex-magistrado del Tribunal Constitucional (2004-22). Este texto está tomado de: Federico N. Fernández y Jeremías Rucci (editores), Al maestro Dr. Alberto Benegas Lynch (h): homenaje de 65 autores, Buenos Aires: Grupo Unión / Fundación Internacional Bases, 2022.