Por: Diego Macera
El Comercio, 21 de mayo de 2020
“¿Por qué no nos sinceramos y exigimos a todos los colegios privados cobrar la mitad de su pensión regular? Total, no están dando el servicio para el que los contraté. Por otro lado, yo sí sigo recibiendo igual que antes agua, luz y línea en mi celular, pero, aunque aún puedo, preferiría no tener que pagar ningún servicio. En esta situación de emergencia, ¿no sería justo también que se dejen de cobrar intereses a los préstamos y se pongan tasas máximas, o que se impida desalojar a las personas que no pueden pagar el alquiler? En verdad, todo sería más fácil si prohibimos que se despida a trabajadores o que se les baje el sueldo. Finalmente, ya que estamos en esas, deberíamos ser más conscientes y congelar de plano los precios de los bienes básicos, sobre todo alimentos y medicinas. Felizmente, por lo menos, el Congreso ya suspendió el pago de los peajes. A la gente no le alcanza para más”.
Estas demandas por mayor intervención económica son entendibles. Millones de familias han perdido ingresos y necesitan toda la ayuda que se les pueda alcanzar. Un mínimo de empatía y solidaridad deberían hacer obvio ese punto.
Pero las políticas públicas serias necesitan más que solo buenas intenciones. La empatía y la solidaridad pueden perfectamente ser el motivo, el fin y el combustible para la acción, pero no todo el diseño. Las mencionadas arriba son respuestas simples –y en ocasiones tan emocionales como equivocadas– a problemas complejos. Con dos décadas de siglo XXI encima, la tecnología ya permitiría, por ejemplo, que todos los días los peruanos usemos el celular para votar sobre leyes y políticas en una especie de Congreso ampliado desde los 130 miembros actuales a millones de ciudadanos. Democracia directa digital. ¿Cómo cree, estimado lector, que quedarían las votaciones masivas sobre las propuestas esbozadas en el primer párrafo? ¿Qué podría salir mal?
Como cualquier país, para ser viable, el Perú requiere de una clase política y técnica profesional que, a partir de la empatía y de su mandato de representación, diseñe soluciones realistas y sostenibles. En cierto modo, la política existe para canalizar e interpretar los pedidos básicos de la ciudadanía, reflexionar y darles una forma eficaz, respetuosa de derechos y responsable.
Eso, hoy, se ha perdido en el Perú. El político funge ahora más de megáfono del grupo al que representa que de líder ecuánime y filtro. El consenso de especialistas y la deliberación seria entre pares se reemplazan fácilmente por la encuesta y el ‘focus group’. Por ejemplo, un político responsable debería notar –y hacer notar– que poner a los colegios contra la pared perjudica a la larga a sus profesores y, sobre todo, a sus alumnos. Que impedir a las empresas ajustar su gasto en planilla hará que muchas quiebren, produciendo más desempleo. Que promover el no pago de servicios públicos pone en riesgo su continuidad y mantenimiento –y eso, en situación de emergencia, no es broma–. Que sobrerregular el sector financiero dejará fuera del mercado a las cajas y a las mypes que necesitan créditos, encareciendo los servicios para el resto. Nada de esto se comunica al público. No es popular y no vaya a ser que lo acusen de proempresa.
Más bien, la dinámica a la que nos estamos aproximando es a una con los siguientes actos: (i) el Congreso pone sobre la mesa una iniciativa legislativa poco responsable y tremendamente popular, (ii) el Ejecutivo responde con una política menos dañina, pero en espíritu similar, y (iii) el Congreso atenúa ligeramente su posición inicial y la aprueba.
A este ritmo, el país que celebrará su bicentenario no será uno empobrecido únicamente por el virus. La política no parece ya un dique de contención en contra del populismo más primario, parece su mecha.