El conflicto comercial EEUU-China se asemeja a un partido de tenis, en el cual los contrincantes buscan acometer, ante el movimiento de su adversario, respuestas más violentas con tal de sacar ventaja y no verse doblegados en su puntuación durante el juego. Así, cada subida de aranceles sobre una cierta gama de productos viene acompañada de una represalia más implacable tanto en tasas como en valor imponible.
Ello sucedió con la imposición de aranceles por parte del gobierno chino de hasta el 25% sobre las importaciones de vehículos estadounidenses por un monto de US$ 75,000 millones, la cual se hizo efectiva el 1 de setiembre. Como respuesta, Trump arremetió con aranceles del 30% a las importaciones de bienes de consumo chinos por US$ 300,000 millones a partir de la misma fecha. Si nos vamos a meses pasados esta misma rueda de estrategias se repite una y otra vez, hasta llegar al meollo del inicio del conflicto, allá por marzo del 2018, iniciado por EEUU.
Si bien pueden existir argumentos a favor de las políticas proteccionistas de Trump como la manipulación discrecional que ha tenido y tiene el gobierno chino sobre el yuan – que ha traído como consecuencia, entre otras cosas, un persistente déficit de balanza comercial en la economía de EEUU – ya no es tan cierto que EEUU es insensible a esta guerra comercial. Su crecimiento empieza a perder fuerza lentamente, que, en un contexto de desaceleración global, ha volcado al pesimismo a los economistas, quienes empiezan a hablar de una posible recesión global al 2020 (ver Lampadia: ¿Recesión global en 2020?). Y como es costumbre en los políticos, Trump ha creado sus propios enemigos para culparlos sobre sus errores de gestión; en este caso, al mismo presidente Powell de la FED o a las mismas empresas que, según él, no son lo suficientemente productivas para enfrentar estas nuevas condiciones del mercado internacional.
Sin embargo, y más allá de las motivaciones geopolíticas que pudiera haber detrás de este conflicto, vale la pena analizar las motivaciones teóricas, de haberse, de manera que pueda rebatirse o justificarse tales políticas proteccionistas, a la luz de la ciencia económica.
Dicho análisis ha sido realizado por el profesor de la Universidad de Stanford y prestigioso economista Robert J. Barro, y ha sido presentado a modo de artículo en la revista Project Syndicate (ver artículo líneas abajo). Como se puede desprender de su diagnóstico, el enfoque adoptado por Trump es consecuencia de una completa incomprensión de las teorías de comercio internacional tanto clásicas como modernas, y que además arrastra el lastre de ideas mercantilistas desfasadas y peligrosas. Considerar a las importaciones como un simple componente negativo en la ecuación del gasto agregado del PBI, como plantea dicho enfoque, no considera los potenciales beneficios arraigados del comercio, como el incremento de las oportunidades de los negocios que se especializan en determinadas actividades económicas, con el único fin de proveer bienes de calidad ya no solo a sus prójimos nacionales, sino también extranjeros. Pero lo más lamentable es que el impacto de estos perniciosos aranceles impuestos, a la larga, irá en desmedro de los mismos consumidores estadounidenses, a través del alza de los precios, producto de los shocks de suministros negativos (ver Lampadia: ¿Cadenas de suministro globales dañadas?) y el traslado de la producción de los bienes chinos a industrias estadounidenses menos especializadas.
Este es sin duda un rico análisis que debe ser difundido no solo entre economistas sino entre lectores de otras disciplinas por su fácil comprensión. Porque la teoría debe ser rebatida con teoría, inclusive cuando son promovidas por políticos que ostentan tener el conocimiento suficiente para proveer de bienestar a sus países en el campo de la economía. Lampadia
El desorden mercantilista de Trump
Robert J. Barro
Project Syndicate
5 de setiembre, 2019
Traducido y glosado por Lampadia
Cuando el presidente de los EEUU, Donald Trump, se jactó de que las guerras comerciales son «fáciles de ganar» en marzo de 2018, fue conveniente descartar el comentario como una floración retórica. Sin embargo, ahora está claro que Trump lo decía en serio, porque realmente cree en las extrañas y anacrónicas teorías macroeconómicas que subyacen a su enfoque.
La razón por la que los países participan en el comercio internacional es para obtener importaciones (bienes de consumo, bienes intermedios utilizados en la producción y equipamiento de capital) a cambio de exportaciones. Enmarcado de esta manera, las exportaciones son simplemente los bienes de los que los estadounidenses están dispuestos a desprenderse para adquirir algo que desean o necesitan.
Pero el comercio internacional también aumenta, en términos netos, el tamaño del pastel económico general, porque significa que los países pueden concentrarse en hacer lo que mejor hacen, produciendo bienes en áreas donde son relativamente más productivos. Según la teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo, las fortalezas relativas de los países se derivan de las diferencias en las dotaciones de factores. Y, como lo demostraron los economistas Paul Krugman y Elhanan Helpman en la década de 1980, las fortalezas relativas de los países también están relacionadas con sus inversiones en diversas áreas de especialización.
Al adoptar un modelo mercantilista primitivo en el que las exportaciones son «buenas» y las importaciones son «malas», Trump ha revertido esta lógica económica impecable. En un modelo mercantilista, un exceso de exportaciones sobre importaciones contribuye a la riqueza nacional a través de la acumulación de reclamos en papel (anteriormente oro). Esto parece ser lo que Trump tiene en mente cuando se queja de que China está drenando US$ 500,000 millones por año de la economía de EEUU, principalmente mediante el intercambio de productos chinos por bonos del Tesoro de EEUU. No es necesario decir que es difícil ver cómo recibir una gran cantidad de productos de alta calidad a bajo costo equivale a «perder».
Trump parece confiar en una teoría desarrollada por su asesor comercial Peter Navarro, quien ha notado que las importaciones aparecen con un signo menos en la relación de identidad satisfecha por el PBI. (Es decir, el PBI es igual al consumo más la inversión interna más las exportaciones menos las importaciones). Llegó a la conclusión de que una reducción de las importaciones inducida por aranceles conducirá mágicamente a un aumento de la producción interna (PBI), que satisface la demanda previamente atendida por importaciones. No importa que la certeza de las represalias conduzca a una contracción en el comercio internacional general y el PBI estadounidense. (Como comentario aparte, espero que Navarro no haya aprendido macroeconomía internacional mientras obtenía un doctorado en la Universidad de Harvard a principios de la década de 1980 con Richard Caves, quien tenía ideas muy diferentes).
Ahora, es cierto que China restringe el comercio internacional e impone altos costos a la inversión extranjera, a menudo obligando a las empresas extranjeras a transferir tecnología a sus socios chinos. El robo directo de tecnología por parte de las entidades chinas también es un tema importante. Sería mejor para el mundo, y casi seguramente también para China, si se redujeran estas prácticas restrictivas. Sin embargo, si el objetivo de EEUU es reducir las barreras comerciales, imponer aranceles a las importaciones chinas es una forma extraña de hacerlo.
Sin duda, hace unos meses hubo un momento en que China parecía dispuesta a adoptar reformas significativas como parte de un acuerdo para evitar aranceles en represalia. Pero incluso entonces, había algo extraño en el acuerdo propuesto: la administración Trump quería una lista cuantitativa de exportaciones estadounidenses específicas que China importaría en mayor volumen.
Los chinos, por supuesto, estaban contentos de proceder de esta manera, porque está en consonancia con una forma de gobierno económico de mando y control. Pero se supone que el enfoque estadounidense es diferente. Reconociendo que no sabemos si las compras chinas adicionales deben tomar la forma de productos agrícolas, camionetas Ford o aviones Boeing (que solían considerarse confiables), EEUU debería abogar por una reducción general de los aranceles y otras restricciones comerciales para que el mercado pueda decidir qué bienes se deben producir e intercambiar.
En cualquier caso, ahora parece probable que EEUU se quede con una guerra comercial duradera, lo que implica costos a largo plazo para los consumidores y las empresas estadounidenses. A pesar de los efectos aún favorables de la reforma tributaria de 2017 y los recortes de la administración a las regulaciones dañinas, el crecimiento se está debilitando, y Trump ha intentado, inútilmente, culpar a la Reserva Federal de los EEUU y a las compañías estadounidenses improductivas. El verdadero problema es el enfoque de Trump sobre la política comercial, que es mucho peor que el de su predecesor, y bien podría empujar a la economía estadounidense a la recesión.
El problema, en términos más generales, es que el establecimiento político de los EEUU ha alcanzado un consenso de que se debe hacer algo para frenar las prácticas comerciales restrictivas de China. Sin embargo, a veces es mejor vivir con una situación que no alcanza el ideal.
En cuanto a Trump, parece que realmente ama los aranceles, ya que impiden las importaciones «malas» y aumentan los ingresos. A diferencia de muchos otros argumentos económicos que ha presentado, su defensa de los aranceles es aparentemente sincera, y su compromiso con la política es irrevocable. Pero eso hace que sea difícil ver cómo EEUU puede lograr un acuerdo comercial satisfactorio con China. Peor aún, Trump puede ampliar aún más su uso de aranceles como herramientas de negociación con respecto a muchos otros países.
En total, no diría que Trump tiene el «coeficiente intelectual de economía» más bajo entre los presidentes recientes. Pero claramente hay una gran brecha entre lo que sabe y lo que cree que sabe. Debido a que esto es lo último lo que determina la política comercial. EEUU tiene un grave problema en sus manos. Lampadia
Robert J. Barro es profesor de economía en la Universidad de Harvard y profesor visitante en el American Enterprise Institute. Es coautor (con Rachel M. McCleary) de The Wealth of Religions: The Political Economy of Believing and Belonging.