Una suposición infundada sobre las antenas de celular está causando un daño real a nuestra infraestructura y a los consumidores.
Cuando despertó, el dinosaurio que nunca había estado ahí había ya destruido toda la habitación.
Algo así habría dicho Augusto Monterroso frente a la situación que estamos viviendo en las ciudades del país, y muy particularmente en la capital, con las antenas de celulares y el supuesto efecto cancerígeno que tendrían. Porque, al menos hasta donde sabe la ciencia, no hay evidencia alguna para sostener esta relación. Y, sin embargo, pese a no existir más que como leyenda urbana, ella viene causando ya muy reales y grandes daños a una de las infraestructuras más importantes: la de la telefonía móvil. Ello, al ocasionar que los municipios de la capital inventen normas y en general usen cualquier excusa para impedir que se pongan nuevas antenas en su jurisdicción, e incluso para retirar antenas ya existentes.
Lo de la ausencia de evidencia está claro: la Organización Mundial de la Salud ha hecho (literalmente) 10 mil estudios sobre el tema y no ha encontrado conexión seria entre la radiación no ionizante que producen las antenas de celular y el cáncer (es más, el control remoto del televisor emite radiación de mucha mayor intensidad). Lo del gran daño a nuestra infraestructura, por su parte, es igualmente objetivo. De hecho, en Lima hay solo la cuarta parte de las antenas que se requerirían por usuario para que pueda funcionar bien la tecnología que usan los teléfonos inteligentes (para darnos una idea del tamaño de nuestro déficit, baste con decir que en Estados Unidos hay 166 antenas por cada mil habitantes; en el Perú, 26). Al mismo tiempo, se está haciendo muy difícil que haya nueva competencia en el mercado –al que esta le vendría muy bien para mejorar precios y calidades– por la misma dificultad: ya se ha anunciado que el nuevo operador (a la fecha solo hay tres) que se esperaba pudiese comenzar a funcionar a partir de julio no conseguirá hacerlo si los municipios siguen impidiéndole instalar sus antenas.
Naturalmente, lo que está trabajando entre el miedo de muchos vecinos y la guerra que han declarado varios de los más importantes municipios limeños (de todos los sectores socioeconómicos) contra las antenas de celular es el populismo de los alcaldes. Y el argumento que sostiene que “el miedo de los vecinos es real” no hace nada para mitigar la culpa de este populismo: también es real el miedo que sienten las comunidades norteñas que en los últimos meses han capturado “brujas” y “brujos”, sometiéndolos a diversos castigos físicos y en un caso a la muerte, pero no por ello las autoridades de sus circunscripciones estarían cumpliendo con su función si salieran a cazar brujos. Las buenas autoridades son las que lideran desde adelante; no las que intentan seguir por detrás los prejuicios y los miedos, pese a lo infundados que sean, de la población.
Teniendo en cuenta esto último, ha hecho muy bien el Ejecutivo cuando no ha tenido miedo de declarar, por medio del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, la verdad de la situación, así como de presentar un proyecto de ley al Congreso que establecería claramente el proceso para colocar una antena y que impediría a los municipios seguir inventando sus propias trabas y requisitos al respecto (además de reforzar el “silencio administrativo positivo” para los casos en que la autoridad simplemente no responda a las solicitudes de las empresas).
Dicho esto, sin embargo, pensamos que debería aprovecharse la oportunidad de la nueva regulación también para obligar a los operadores a trabajar con antenas más modernas y menos agresivas urbanísticamente que las que tenemos hoy. Porque puede que las antenas de celulares no causen cáncer, pero las que tenemos nosotros –del tipo de las que hace años no se ven en ninguna ciudad desarrollada– sí causan contaminación visual y, ciertamente, en su enormidad metálica, son un factor más para sumar –aunque sea inconscientemente– al miedo de la población.
En suma, la amenaza de las antenas no es neoplásica, sino estética y urbanística. Los peruanos necesitamos más antenas, menos feas e invasivas. A ambas cosas debe apuntar la ley.
Publicado por El Comercio, 14 de marzo de 2014.