Por: Roberto Abusada
Un sistema político disfuncional dio como resultado, en el las elecciones del 2016, a un ganador con escasa representación parlamentaria y a una oposición que obtuvo mayoría absoluta en el Congreso y que, desde el primer día, abandonó toda pretensión programática para guiarse únicamente por el impulso de la pataleta de haber perdido la presidencia. Martín Vizcarra no es más que el producto de esta disfunción. Después de deshacerse de su rival triunfador, el partido mayoritario en el Congreso apoyó jubilosamente la asunción al poder de Vizcarra, quien, a su vez, no tuvo escrúpulo alguno en buscar la desaparición política de quienes lo apoyaron.
La ilegal disolución del Congreso el año pasado unida a la fallida reforma política que tuvo como eje principal su uso como arma populista por excelencia la eliminación de la posibilidad de un senado y la prohibición la reelección de congresistas, ha dado al país como resultado el peor Congreso posible. El Perú tiene ahora así a un presidente incompetente y a un poder legislativo abyecto. Con las instituciones nacionales en decadencia, el país está a la deriva en medio de las crisis sanitaria, económica y política sin precedentes en que nos encontramos. El reciente episodio de pretender la vacancia de Vizcarra es solo una manifestación más del caos en que ha caído la República. Nada más caótico que usar la equívoca definición de «incapacidad moral permanente» para remover al presidente, cuando en realidad fue pensada para enfrentar la eventualidad de que el jefe de Estado pierda sus facultades físicas o mentales y no como un medio para que el Congreso pueda cambiar a un presidente a causa de una transgresión sancionable al final de su mandato.
Un incidente en que el presidente Vizcarra se involucró con un personaje de poca monta como Richard Cisneros ha quitado el foco de las tremendas crisis para concentrarlo en unos audios en los que el presidente evidentemente trata de obstruir a la justicia confabulando en la oscuridad de la misma manera en que lo hizo cuando conspiró con el gobernador de Arequipa para impedir el proyecto minero legalmente autorizado de Tía María. En ambas circunstancias, el presidente se muestra como un pequeño criollo intrigante.
Desafortunadamente, en su peor momento, el Perú está en manos de gente incapaz de afrontar lo que puede traducirse en la pérdida de una década entera de progreso y en la destrucción de la única fortaleza remanente del país cuál es su envidiable situación financiera. En pocos meses, una enorme proporción de la clase media que se forjó durante los últimos treinta años pasará a formar parte de la población en estado de pobreza. La economía se encogerá al 85% de lo que fue en diciembre del 2019 y literalmente millones de peruanos serán arrojados al desempleo.
Pocos entienden que la desatención de la crisis sanitaria y económica que vive el país ha cambiado de golpe al Perú, convirtiéndolo en un país con un tercio de la población en situación de pobreza y más del 80% de los trabajadores ganándose la vida en la informalidad. Cualquier estadista serio hubiese aprovechado la fortaleza financiera existente y la enorme cantidad de proyectos de inversión paralizados en minería y otros sectores para generar una fuerte recuperación terminada la crisis. Sin embargo, el Ejecutivo y el Congreso se han dado maña para impedir tal recuperación. Eso significa que en lugar de regresar a la situación anterior a la crisis sanitaria en 12 o 18 meses, el Perú se tarde ocho años en recuperar el ingreso per cápita de diciembre pasado. Ese sería el terrible resultado de tener una recuperación magra el 2021 para regresar a crecer 3% o 3.5% por año a partir del 2022.
Es difícil pedir a los políticos actuales que entiendan esta situación y actúen en consecuencia. Un movimiento de salvación nacional debe generarse, apoyado por la opinión pública y liderado por los pocos políticos responsables que puedan quedar en el país, los medios de comunicación, los líderes de la sociedad civil y empresarial. El Perú tiene en la actualidad por lo menos tres o cuatro megaproyectos mineros prestos a iniciarse, dos grandes irrigaciones y decenas de obras de infraestructura paralizadas o de lenta marcha que podrían levantar fácilmente al país. Solo un fuerte impulso de inversión privada y pública puede lograr evitar una década perdida y la frustración de los planes de vida de toda una generación.