Por: Roberto Abusada
Una ventaja de los combustibles fósiles es su cualidad de concentrar en muy poco volumen una gran cantidad de energía. Por eso, con un poco de gasolina, un motor de combustión puede mover las ruedas de un automóvil por mucha distancia. Sin embargo, no toda la energía llega a las ruedas. Una buena parte es consumida por el propio motor y la transmisión en mover sus propias piezas antes de llegar a las ruedas. Mientras más piezas móviles tenga un vehículo, más energía consumirá.
Al igual que un gran motor, el Estado utiliza la energía de los recursos que obtiene de los impuestos para administrar el contrato social. El Estado regula los deberes y derechos de todos los ciudadanos, y aplica los recursos que aportan los impuestos a innumerables tareas como seguridad ciudadana, defensa exterior, salud, educación, justicia, la regulación de la moneda y el crédito, además de la administración de un vasto cuerpo normativo que regula todas las interacciones de consumo y producción de los privados.
Una mirada objetiva al Estado peruano en los últimos años lo muestra como realmente disfuncional. Es una máquina que consume gran cantidad de recursos en si mismo sin entregar a las ruedas de la sociedad y la economía la energía que está llamado a entregar. Gasta mal, invierte peor y en su misión de administrar, exhibe una nefasta estructura burocrática que, lejos de ofrecer incentivos, servicio y apoyo, parece estar diseñada para ahogar la creatividad, inhibir la creación de riqueza, y fomentar la informalidad. El Estado, por ejemplo, aplica una frondosa norma llamada Ley del Procedimiento Administrativo General (Ley 27444) que en sus 239 artículos permite a la burocracia interactuar con los ciudadanos creando todo tipo de trabas, sin aplicar principios elementales de presunción de veracidad, razonabilidad, eficacia, o en mucho casos, simple legalidad. Dentro del total de 1,3 millones de empleados públicos que tiene el Estado, medio millón se dedica a aplicar cada resquicio de la mencionada ley.
Para complicar el escenario, la aplicación insensata del mandato constitucional de regionalización ha agregado más piezas a la maquinaria del Estado sin cumplir la propia ley que obliga a certificar que cada autoridad subnacional tenga las capacidades para ejercer las competencias que les sean transferidas. Se ha restado así aun más eficiencia al Estado.
Cuando pensamos en el gasto de dineros públicos, viene a la mente la manera en que el Nobel de Economía Milton Friedman ordenó las formas de gastar dinero, desde la más eficiente hasta la más nociva. La más eficiente, decía Friedman, se logra cuando uno gasta su propio dinero en sí mismo. Le sigue la de gastar su propio dinero en los demás. Viene luego gastar dinero ajeno en los demás. Y por último, gastar dinero ajeno en uno mismo: una forma corrupta de gastar el dinero de los demás. En el caso del Estado, la responsabilidad es muy grande ya que gasta dinero ajeno (los impuestos de los ciudadanos) en administrar un aparato del que se espera la mayor eficiencia. Sin embargo, frecuentemente la burocracia cae en la tentación del chambismo estatal, el dispendio, la ineficiencia, y en el peor de los casos, la corrupción. Miremos sino los niveles de incapacidad en el gasto, o la ineptitud a la hora de llevar a cabo la licitación de una mega obra, o el ordenamiento del transporte, la simple compra de oxígeno, o de tablets para la educación de los niños, ¡y ni tocar el tema de la reconstrucción del Norte o el manejo de la pandemia!
Queda claro que la administración del Estado requiere de cirugía mayor. Mientras esto se logra debemos pensar en la primera forma de gastar dinero que identifica Friedman (dejar que la gente decida en qué gastar su propio dinero). Una obvia manera de empezar a hacerlo sería administrar correctamente el canon de recursos naturales, que hoy se malgasta, se desperdicia, o simplemente no se gasta por la incapacidad de los gobiernos subnacionales. El canon debería distribuirse a nivel nacional, ya que los recursos naturales pertenecen a toda la nación, y ser entregado en efectivo a todos los habitantes a partir de cierta edad. Empezaríamos así a devolver al ciudadano la capacidad de decidir el gasto por sí mismo, hasta que podamos probarle que su Estado pueda hacerlo con más eficiencia.
Mientras enviamos al motor del Estado a mantenimiento mayor, el dar al ciudadano más recursos para que gaste en sí mismo puede revelarse como una alternativa revolucionaria. Y pensar que hay insensatos que quieren que el Estado participe en la producción de bienes y servicios.