Por: Editorial El Comercio
El Comercio, 24 de junio de 2019
El Comercio, 24 de junio de 2019
Hace ya algunos años se proyectaba que, para el 2018, el Perú estaría produciendo un monto cercano a 5 millones de toneladas métricas de cobre anuales, poniendo al país al mismo nivel que Chile –el primer productor global del mineral–. La enorme cartera de proyectos a lo largo de todo el territorio nacional, la mano de obra competitiva, el bajo costo energético, entre otras ventajas comparativas que se aunaban a la creciente demanda desde China, creaban un panorama auspicioso.
Al 2018, sin embargo, el Perú no llegó a la mitad de esa proyección. La capacidad productiva del país está apenas por encima de los 2,4 millones de toneladas métricas de cobre, y la brecha no se está cerrando a una velocidad suficiente. De hecho, desde junio del 2018, la producción del sector minería e hidrocarburos en general ha venido desacelerándose, y desde octubre de ese año ha tenido contracciones. Si bien el cobre ha podido mantenerse, la producción anualizada de otros minerales como zinc, oro, hierro o plata tuvo su mayor reducción porcentual en abril pasado desde 1993.
Las causas han sido diversas: algunas ajenas a los gobiernos de turno, pero otras vinculadas al mal manejo del sector de parte del Estado. Entre estas últimas se cuentan, principalmente, dos: la pobre prevención y administración de los conflictos sociales alrededor de la minería, y el exceso de burocracia.
Así, a la sombra de lo sucedido en el proyecto Conga, en Cajamarca, que marcó el derrotero de la protesta antiminera de los siguientes años, la convulsión social a partir de proyectos en fases preliminares, de construcción o ya en plena operación ha sido parte de la agenda permanente del país. No hace mucho, por ejemplo, el bloqueo de la vía pública que usa la minera Las Bambas para transportar el concentrado de cobre era noticia internacional por la magnitud del problema. Y en estos días el gobierno nacional duda si otorgarle o no la licencia de construcción al proyecto Tía María, en Arequipa, antes de que expire su estudio de impacto ambiental (EIA) en unas semanas, por temor a una eventual protesta. Ello a pesar de que la empresa a cargo del proyecto ha cumplido con todas las exigencias legales, ambientales y sociales para llevar a cabo la inversión. ¿Con qué autoridad se puede vender al Perú, entonces, como un destino atractivo para nuevos proyectos mineros si el país no es siquiera capaz de mantener vigentes las operaciones con las que se ha comprometido? ¿Qué mensaje se le transmite hoy al inversionista sobre la certidumbre y el cumplimiento del Estado de derecho en el país?
En segundo lugar, el exceso de procedimientos burocráticos también le pasa factura al crecimiento del sector. Solo en exploración minera existen 260 trámites, según la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía (SNMPE), y ello ha motivado en parte que, si bien en el mundo la exploración va en aumento, esta cayó 15% en el Perú el año pasado. La frondosa regulación minera nacional, y que ha ido engrosándose desde el gobierno del presidente Humala, tiene espacio de sobra para reducir el tiempo que demanda sacar adelante un proyecto sin comprometer en lo absoluto aspectos sociales o ambientales.
A pesar de la urgencia de contar con motores fuertes de crecimiento económico, el gobierno parece aún mirar con recelo a un sector que ha aportado buena parte de la expansión del producto en los últimos años. En el 2016, por ejemplo, del 4% que creció el PBI, casi la mitad se debió a la puesta en marcha de Las Bambas y a la ampliación de Cerro Verde. Desde entonces, no obstante, no ha habido una sola operación grande por inaugurar. Hoy que nuevamente aparecen proyectos importantes en el horizonte acompañando a Tía María –como Michiquillay, Pampa del Pongo, Quellaveco o Chancas– la prioridad debe estar en recuperar el tiempo perdido.