Editorial El Comercio
El Comercio, 6 de julio de 2019
Tarde o temprano, la complacencia pasa factura. El Perú, sus autoridades y sus ciudadanos parecíamos haber dado por sentado que –cual favoritismo vía designio divino– nos correspondía crecer a tasas superiores al promedio global. Que, sin hacer demasiado, la pobreza se seguiría reduciendo y los ingresos continuarían subiendo.
Ello es cada vez menos cierto. Según el último informe del Indicador Mensual Económico de El Comercio (Imeco), la producción del mes de mayo habría crecido apenas 1,3%. El resultado, sumado a la nula expansión del mes de abril reportada por el INEI, indicaría un crecimiento acumulado de 2,67% en los últimos 12 meses, significativamente por debajo del PBI potencial (3,7%). Ayer mismo, luego de tres meses desde el último reporte de inflación, el BCRP redujo su proyección oficial de crecimiento para este año de 4% a 3,4%; un recorte de más de medio punto en apenas un trimestre.
¿Qué está detrás de este rápido enfriamiento? La respuesta depende de cómo se quiera evaluar la situación. En el corto plazo, desde un punto de vista casi contable, se pueden distinguir dos causas claras. En primer lugar, la inversión pública lleva un año especialmente complicado. Durante el primer semestre del 2019, cayó 0,5% con respecto a similar período del año anterior. Los gobiernos regionales fueron los principales responsables de la contracción (-5,8%), pero la ejecución del gobierno nacional tampoco significó un gran avance (1,2%). A la fecha, ya bien entrado el mes de julio, seis ministerios no llegan al 20% de ejecución en su presupuesto para inversión.
En segundo lugar, la inversión privada también se ha resentido. Para este año, el BCRP proyecta un crecimiento de 3,8%, casi tres puntos porcentuales menos que lo estimado en marzo. El número se soporta, además, en la inversión minera, que crecería a más del 20%. En otras palabras, sin minería, la inversión privada casi no crecería en el 2019. Las expectativas empresariales a tres meses han entrado, por primera vez desde el fenómeno de El Niño costero del 2017, al borde del terreno pesimista.
Esto último apunta, ya, a un plano que trasciende el análisis de corto plazo o contable. Si es real la posibilidad de terminar el período con un crecimiento por debajo del 3%, ello se debe a que el país no ha emprendido ninguna reforma significativa a favor de la competitividad en los últimos años. Por el contrario, proyectos públicos y privados, como la línea 2 del metro de Lima o Tía María, que podrían dinamizar la actividad económica, se dejan languidecer con indolencia e irresponsabilidad.
El asunto no podría ser más serio. Con un crecimiento económico mediocre es imposible reducir las aún significativas tasas de pobreza que hay en el país. La oportunidad de adquirir y conservar un empleo formal se desploma. Sin movimiento económico y sin impuestos, desaparece la posibilidad de cerrar brechas de infraestructura para llevar agua o caminos a las poblaciones vulnerables. El bienestar y calidad de vida que algunos sectores dan por garantizado está, en realidad, lejos de serlo.
Lo que es peor, con un contexto de debilidad económica sostenida, se corre el riesgo de entrar a un círculo vicioso en el que la falta de confianza en las instituciones y en los pilares básicos del modelo conlleven a una mayor pérdida de confianza, una mayor contracción de las inversiones y a un mayor deterioro. De ese proceso costaría muchísimo salir.
Este opaco panorama no se ha materializado aún. Queda tiempo y quedan recursos por aplicar. Sin embargo, esperar a que sea demasiado tarde no es un plan sensato, y las alarmas empiezan a sonar.