Por: Editorial El Comercio
15 de febrero de 2019
La crisis generada por el aniego de aguas servidas en San Juan de Lurigancho (SJL) ha vuelto a poner sobre el tapete la vieja discusión en torno a si el servicio de agua potable y alcantarillado sanitario provisto por Sedapal debe pasar a ser administrado por una empresa privada. Una posibilidad que, considerando la calidad de la gestión de la empresa estatal desde su génesis, bien haría el gobierno en contemplar.
La verdad, sin embargo, es que la mentada palabra –privatizar– suele ser abordada con aprensión por los políticos que tienen en sus manos la posibilidad de implementarla; temerosos, quizá, de contradecir la ilusión que dicta que si un servicio es manejado por el Estado, este será de todos y, además, a menor precio. Una circunstancia que se hace aun más patente con un gobierno que pareciera estar más interesado en la popularidad que pueda cosechar con sus acciones que en utilizar esta para llevar a cabo las reformas estructurales que el país requiere.
Tanto el presidente Martín Vizcarra como el ministro de Vivienda Javier Piqué han dado muestras de esto. Ayer, por ejemplo, el jefe de Estado aseveró de forma enfática que “este gobierno no va a privatizar el agua”. Una frase que va en línea con lo que dijo, unos días antes, el referido miembro del Gabinete en una entrevista a RPP, asegurando que “[la privatización de Sedapal] no está contemplada por ahora” y que, más bien, habrá una reorganización completa a cargo de una empresa argentina. Ambas frases, empero, buscan desestimar esta alternativa sin darle la importancia que merece y, así, tratan de postergarla de forma indefinida. No obstante, si no se discute hoy, con el apremio de la lamentable crisis en SJL, ¿cuándo?
Es importante señalar que, si bien lo sucedido en SJL es la muestra más reciente de los problemas que existen en Sedapal, no es la única. De hecho, los vicios más graves del servicio de agua y desagüe son soportados en el día a día por muchos ciudadanos y se resumen, básicamente, en precios elevados, la ausencia de un abastecimiento continuo y una cobertura poco satisfactoria.
De acuerdo con un informe publicado el domingo pasado por este Diario, el 10% de la población en Lima Metropolitana accede al agua a través de cisternas o piletas, una situación que, además, los lleva a pagar casi veinte veces más de lo que se paga por la misma cantidad de agua en otras zonas de la ciudad. A esto se suma el hecho de que solo nueve distritos en la capital cuentan con conexiones de Sedapal en más del 99,9% de las viviendas. En distritos como Carabayllo el 77,3% tiene agua potable en sus casas pero esta no está disponible las 24 horas del día.
La otra cara de la moneda son los países de la región que se animaron a permitir la participación del sector privado en los servicios de agua y cuyo ejemplo por lo menos debería ser considerado por nuestras autoridades. En Argentina, la empresa Aguas Argentinas (hasta antes que el gobierno de Néstor Kirchner le rescindiera el contrato de concesión) mostró resultados positivos, como la reducción de la tarifa y el aumento de la inversión en el servicio, como constata el estudio “Water for Life” publicado en el 2002. En Santiago de Chile, Aguas Andinas (empresa que fue convertida en Sociedad Anónima en 1989 y cuyo 51,2% fue adquirido en 1999 por dos empresas privadas) ha logrado abastecer a más de ocho millones de ciudadanos de forma diaria y continua, y obtuvo, en el 2014, el puesto 17 en el ránking PROhumana de empresas socialmente responsables.
Una buena alternativa, si lo que genera resistencias es la venta de la empresa estatal, también puede ser concesionar el servicio a una empresa privada, como muestra el caso argentino. Una opción que merece ser evaluada.
Queda claro que mal hace el gobierno en temer referirse a la privatización y, así, en no tener en su radar la posibilidad de incluir la participación privada en el servicio de agua y saneamiento, a pesar de lo políticamente costoso que esto pueda ser. Pues si algo han hecho evidente los sucesos en SJL, es que Sedapal no está a la altura de la tarea encomendada.