Se acaba de conocer que hasta setiembre el Gobierno Central, las regiones y los municipios han gastado menos de la mitad de lo presupuestado en proyectos para infraestructura. La noticia nos recuerda que el Perú es un país de paradojas que estremecen: extraordinarias noticias económicas y devastadoras noticias políticas. Desde que el fujimorato desmontó el modelo de sustitución de importaciones, que había creado un virtual modelo soviético con hiperinflación y pobreza descontroladas, la economía no cesa de florecer y el espacio público no detiene su caída libre.
Hasta antes de la década de 1990 la historia también era parecida. Los sucesivos intentos de legitimar una clase política fracasaban en todas las líneas. La prueba de semejante afirmación se refleja en que los gobiernos que dejaron impronta en el siglo XX – para bien o para mal –emergieron contra la política de turno: el velascato, que desarrolló el estatismo que nos empobreció, y el fujimorato, que pulverizó el estatismo sentando las bases de la actual prosperidad económica.
En ambos casos, la democracia fue ahogada con los cadáveres de sus políticos. Sin embargo, desde el desplome del fujimorato, la democracia mantiene una persistencia que ya empieza a sorprender a muchos politólogos y sociólogos serios. Si los políticos acumulan fracaso tras fracaso, ¿cómo así sobrevive la democracia? La única explicación posible es la potencia de los mercados.
Como nunca antes en nuestra historia, hoy los mercados son tan extendidos e inclusivos que van creando la idea de un país, de una nación, de una sociedad que se alimenta de libertades. Las ideas del emprendedor y del empresario popular y la masificación del libre comercio han resuelto muchos de los temas planteados por los pensadores del siglo XX: desde la universalización de los derechos hasta el retroceso del endémico racismo. Riva-Agüero, Belaunde, Haya y Mariátegui no se imaginaron que el mercado habría de resolver la llamada cuestión del indio.
Hoy los empresarios emergentes de origen andino empiezan a colocarse en las cúspides económicas sociales. En el Perú entonces no triunfaron las visiones de los políticos e intelectuales. Las soluciones no llegaron desde el Estado, sino desde la sociedad del libre comercio que se organiza desde abajo hacia arriba.
El mercado es el único concepto, la única red de instituciones que nos ha permitido mantener la viabilidad como país. Pero el piloto automático de la economía hace prosperar al Perú en medio de todos los abismos: desde el outsider permanente hasta los proyectos antidemocráticos. La rúbrica de estos peligros se expresa en la alta conflictividad social, la amenaza de los proyectos bolivarianos y el resurgimiento senderista.
Parafraseando a los maoístas, ahora se puede sostener que, en el Perú, salvo el mercado, todo es ilusión. Sin embargo, si las libertades económicas y el crecimiento económico no se retroalimentan por un nuevo espacio público, el país volverá a padecer la disyuntiva entre democracia y autoritarismo. Los mercados que mantienen nuestra viabilidad como país solo pueden gozar de larga vida si emergen partidos políticos diferentes, un Estado reformado y una cultura política que fomente las libertades. Hoy participar en política es cuestión de vida o muerte para la libertad.