Terrorismo, hiperinflación e inseguridad pública. Servicios públicos colapsados. Tesoro público con las arcas vacías y deudas equivalentes a más de 60% del PBI. Pagos de deuda suspendidos con moratoria unilateral. Empresas imposibilitadas de importar insumos esenciales por falta de dólares y separadas del comercio y crédito internacionales. Un banco central sin reservas además de inelegible para obtener ayuda del Fondo Monetario Internacional. Recaudación fiscal reducida al 8% del PBI. La producción en caída libre y 64% de la población en situación de pobreza. Carestía de productos de primera necesidad, colas y racionamiento. Jóvenes emigrando masivamente al exterior. Este era el Perú de 1990 y podría haber sido incluido junto a Somalia, Congo (R. D.) o Sudán, dentro de los países que lideran en el 2012 la lista de estados fallidos que publica la prestigiosa revista “Foreign Policy”.
Al borde del abismo, y en buena medida gracias a la prédica del candidato perdedor en las elecciones de 1990, el Gobierno se vio obligado a aplicar dolorosas políticas fiscales, una rápida liberalización de la economía y un proceso de reforma económica. Han sido los habitantes del Perú quienes tienen el mérito de haber asumido los costos para cambiar al país y convertirlo en corto tiempo en la estrella económica latinoamericana. Hoy tenemos una sólida economía con crecimiento sostenido, un ingreso por habitante de US$6.800 –más de cuatro veces que el de 1990– con menor desigualdad y una clase media en rápido crecimiento, una deuda pública neta de menos del 8% del PBI, reservas internacionales gigantescas, trato preferencial para nuestras exportaciones en casi todos los mercados del mundo y, cimentando todo lo anterior, una población que detesta la inflación, valora y defiende la disciplina fiscal y la integración al mundo.
Sin embargo, el Perú es hoy un país exitoso con un sector público fallido. Recursos no le faltan al Gobierno: el 2012 gastó US$38.500 millones, más de S/.100.000, y tuvo además un superávit del 2% del PBI gracias a que obtuvo 21,5% del PBI en impuestos y otros ingresos corrientes y dedicó, además, una parte ínfima de su presupuesto a pagar intereses de la deuda pública que antes consumían hasta un tercio de todo el presupuesto de la República.
El sector público peruano es incapaz de acompañar a la pujante economía con la promoción de infraestructura, la salud, la educación y las reformas institucionales sin las que el Perú no podrá jamás aspirar a ser un país desarrollado. Con ingentes recursos públicos y un sector privado ansioso de colaborar en aquellas tareas, no se puede explicar que hoy, por ejemplo, uno de cada cuatro peruanos no tenga acceso al agua, un tercio al saneamiento y que los servicios de salud y educación públicos sean deplorables. Es difícil explicar por qué no hay, por ejemplo, más puertos modernos, una autopista de cuatro carriles desde Tumbes a Tacna o, al menos, tres vías modernas que unan la costa central con la sierra, además de los caminos secundarios que den acceso a los habitantes de esa vasta región a los grandes mercados de la costa y del mundo. No se entiende por qué vivimos con la espada de Damocles, que constituye un eventual corte del suministro de gas, o que con iniciativas viales aprobadas hace más de una década, el tránsito vehicular en Lima discurra a una velocidad promedio de 12 kilómetros por hora.
El país exitoso dejará de serlo si ha de coexistir por más tiempo con un sector público fallido. Este es el reto del momento. Debemos apoyar la anunciada reforma del servicio civil, pero ello tomará un tiempo del que no disponemos. Se debe discutir un plan de emergencia que incluya la participación del sector privado en el diseño y la gerencia conjunta de políticas públicas. Afortunadamente este debate ya se ha iniciado.