Jaime de Althaus
El Comercio, 15 de marzo del 2025
“El eje dominante de la geopolítica global ya no es ideológico en ningún sentido, sino económico y de poder, derivado del interés primordial de Trump de mantener la hegemonía económica”.
Por lo que puede verse hasta ahora, Donald Trump apunta a cambiar el eje de la geopolítica y al mismo tiempo de la estructura económica global, de la división internacional del trabajo.
Sus afinidades con Vladimir Putin y otros autócratas en detrimento de su relación con Europa y Canadá, por ejemplo, harían pensar que estamos pasando de una geopolítica de la libertad basada en la división entre democracias y autocracias (que nació como la guerra fría entre el mundo libre y las dictaduras comunistas), a una basada en la división entre países que defienden valores conservadores (democracias o autocracias) versus aquellos dominados por el “wokismo”. Ante eso, el llamado de Milei a formar una alianza de naciones libres parecía de una ingenuidad idealista.
La verdad, sin embargo, es mucho más pedestre. Estados Unidos (Trump) no está reordenando el mundo entre conservadores y progresistas, sino en torno a sus propios intereses, básicamente económicos. Ha explicado que quiere llegar a un acuerdo económico con Rusia (haciendo caso omiso al temor europeo al expansionismo ruso) porque ese país, por su extensión, es el que tiene la mayor cantidad de “tierras raras”, esenciales para la nueva tecnología. Estados Unidos no quiere depender de la China para el abastecimiento de esos elementos. De paso, haciendo negocios con Rusia, busca debilitar la asociación estratégica entre China y Rusia, tal como hicieron Richard Nixon y Henry Kissinger, a la inversa, en 1972.
En suma, el eje dominante de la geopolítica global ya no es ideológico en ningún sentido, sino económico y de poder, derivado del interés primordial de Trump de mantener la hegemonía económica (y, consecuentemente, política) de Estados Unidos, y contener el ascenso chino. Pero, para ello, no solo quiere tierras raras y minerales estratégicos. Quiere producir todo en Estados Unidos, imponiendo aranceles a diestra y siniestra. Cree que el déficit comercial, consecuencia de que los demás países se aprovechan arteramente de la apertura norteamericana, es la causa del debilitamiento económico nacional.
Lo que no dice es que la otra cara del déficit comercial es el superávit financiero. El flujo de capitales a Estados Unidos compensa con creces lo que sale por el comercio. De esa manera, Estados Unidos no solo dinamiza su economía, sino que se convierte en el centro financiero mundial, en el motor de la economía global, en el dueño de la moneda de reserva. Eso le da un poder geopolítico y sancionador muy fuerte, que ahora Trump puede perder porque ese poder financiero nace precisamente del déficit comercial.
El déficit comercial norteamericano se convirtió en alguna medida en la locomotora de la globalización comercial, de las exportaciones tradicionales y no tradicionales de los países emergentes, y sirvió para reducir apreciablemente la pobreza global. Pero esos dólares de los países exportadores regresaron a Estados Unidos a comprar bonos del tesoro, acciones en la bolsa o a invertir directamente. Entonces Estados Unidos no perdió. Ganó. La fuente de su poder se trasladó del terreno comercial al financiero, que es el corazón de la economía. Corazón al que el neomercantilismo proteccionista de Trump ocasionará un infarto. «