Luis Bustamante Belaunde
Exsenador de la República
Para Lampadia
Cuando Donald Trump juró como presidente en la Rotonda del Capitolio el pasado 10 de enero, muchas situaciones ocurrieron: algunas muy visibles y disruptivas, y otras no tan visibles, aunque probablemente más disruptivas.
La especial resonancia de esta juramentación obedece a muchos factores. El más notorio fue el enorme vacío de poder creado por la administración que concluía ese día, y cuya decadencia había comenzado tiempo atrás: la prolongada resistencia de Biden a dejar una presidencia que no estaba ya en condiciones objetivas de ejercer, unida a una campaña de su partido marcada agónicamente por un wokismo trajinado, crearon las condiciones suficientes para dar lugar a un gobierno bien diferenciado.
De otro lado, Trump había ejercido ya la presidencia hasta cuatro años atrás y se había aferrado a ella de tal manera que, contrariando los resultados electorales oficiales, avaló la resistencia radical de algunos de sus partidarios que invadieron el edificio donde ahora prestaba su juramento luego de un triunfo electoral con proporciones de avalancha.
El mismo Trump, desde semanas atrás, había mostrado una capacidad organizadora descomunal, e iba soltando nombres de sus futuros colaboradores para posiciones claves de su futura administración, incluyendo un delegado que resultó ser clave en las negociaciones finales de la tregua para la pacificación en Gaza.
La personalidad del juramentado, reconocida por tirios y troyanos como arrolladora, había removido la legítima expectativa de sus votantes y la curiosidad vehemente de los demás, por lo que mucho se esperaba escuchar esa mañana. Qué duda cabe que ello fue compensado ampliamente y, en muchos sentidos también, excesivamente.
Desde el mismo instante de su juramentación, el flamante —aunque no novato— presidente hizo uso, y quizás también abuso, de sus prerrogativas presidenciales: firmó, con alarde mediático y plumón de punta gruesa, decenas de órdenes ejecutivas, que son directivas imperativas que mandan o prohíben a diversos sectores y niveles del poder ejecutivo la realización de determinadas actividades. No pueden crear atribuciones en favor del presidente, sino más bien permitirle ejercitar acciones conferidas por la Constitución o por leyes del Congreso.
De esta forma, el reinaugurado presidente hacía un desmedido aprovechamiento de lo que coloquialmente llamaríamos su “cuarto de hora”, es decir, ese período de gracia —cuando todo parece ser permitido y nada resulta tan públicamente discutido— que disfrutan los gobiernos nuevos, aunque algunos lo utilicen mejor o peor que otros.
Ello se tradujo en un increíble número de órdenes ejecutivas que solo en la primera semana llegaron a 350. Como en todo evento aluvional, pueden encontrarse algunas correctas, convenientes u oportunas. Pero, junto a ellas, se advierten otras más discutibles y relativas, y algunas más francamente perniciosas.
Como no es posible analizar en este artículo todas esas órdenes ejecutivas, podríamos reparar en una de las más resonantes: el anuncio de aranceles a las importaciones, esto es, la fijación política de tarifas a los productos provenientes del extranjero, encareciendo su precio final en el país. Esta imposición se presenta no solo como una forma de obtener mayores ingresos tributarios sino de inducir a los fabricantes de esos bienes gravados a producirlos en el país y contribuir así a un mayor engrandecimiento de su economía.
Este planteamiento hace retroceder la visión de esa economía, regresando a patrones proteccionistas y castigando las operaciones del comercio exterior. Ello constituye un retroceso en el desenvolvimiento de la libertad de comercio, y sitúa a Trump y a su país en una posición netamente contraria a la libertad económica que proclamaba, dejando en claro que una cosa es ser conservador y otra, muy distinta, ser liberal.
Se trata de una medida que va a contracorriente de la globalización de las economías, además de llevarse de encuentro a una considerable cantidad de instrumentos que la favorecían, tales como los tratados de libre comercio, lo cual, sumado a las referencias conflictivas del mismo Trump respecto al Canal de Panamá y al Golfo de México, indica un escaso respeto al Derecho Internacional y a un pensamiento liberal elemental.
La reflexión resultante nos lleva a preguntarnos qué tiene que ver todo esto con lo que se espera del funcionamiento institucional de una democracia desde tantos ángulos ejemplar como la de los Estados Unidos. Un país, con instituciones y reglas que funcionan, tiene sus poderes suficientemente limitados y distribuidos en instancias que se contrapesan y controlan recíprocamente. ¿No tenía acaso algún papel que jugar el Congreso que, dicho sea de paso, cuenta con mayoría republicana, es decir, favorable en principio al presidente?
Asimismo, cabe preguntarse si el hecho de que un presidente sea elegido democráticamente por una mayoría indiscutible puede llevarlo a traducir su papel en el dictado unipersonal de normas y órdenes, sin la participación de alguna otra autoridad que encarne y asuma la responsabilidad política o administrativa derivada de sus alcances.
Por todo ello, y más acá del entusiasmo que despierta en algunos el perfil insólito de un nuevo gobernante que rellena el vacío heredado de la administración anterior en la forma en que lo ha hecho, la actitud más lúcida que cabe de momento asumir es la serenidad en el juicio, el rigor en la calificación y una tensa expectación. Lampadia