Natale Amprimo Plá
El Comercio, 30 de octubre del 2024
“Si el TC confirma que una ley es constitucional, ya nadie podrá objetarla o dejarla de aplicar”.
Nuestro régimen constitucional contempla un sistema de control normativo constitucional (esto es, de verificación de la concordancia entre las normas con rango de ley y la Constitución) dual o paralelo, pues desde la Carta de 1979 coexisten un sistema de control a cargo del Poder Judicial –el llamado control disperso, difuso o americano, según el cual en todo proceso, de existir incompatibilidad entre una norma constitucional y una norma legal, los jueces prefieren la primera– y uno en manos del Tribunal Constitucional –conocido como control concentrado, europeo o kelseniano, que conoce en instancia única la acción de inconstitucionalidad, que busca en defensa de la Constitución expulsar del ordenamiento jurídico una norma con rango de ley que afecta la jerarquía normativa–.
No tenemos un régimen mixto o que entremezcle ambos sistemas, como pudiera pensarse, sino la coexistencia de los dos sistemas clásicos que, en lo esencial, no se oponen ni se cruzan, debido a que, si bien los jueces, en aplicación del control difuso, pueden inaplicar una ley si consideran que es incompatible con la Constitución, ello le es vedado si dicha norma ya ha sido objeto de control constitucional por parte del Tribunal Constitucional y este ha confirmado su constitucionalidad. Por eso, el Tribunal Constitucional es el supremo intérprete de la Constitución.
Así, mientras el control que hacen los jueces tendrá un efecto entre las partes que actúan en el proceso respectivo, la decisión del Tribunal Constitucional será ‘erga omnes’; es decir, su efecto irradia a todos. De esta forma, si la sentencia del Tribunal Constitucional considera que la ley sujeta a control es inconstitucional, su efecto será derogatorio, quedando expulsada de nuestro ordenamiento jurídico; y si, por el contrario, se confirma su constitucionalidad, ya nadie podrá objetarla o dejarla de aplicar.
La Constitución, por su parte, no habilita a cualquier ciudadano a recurrir al Tribunal Constitucional vía una acción de inconstitucionalidad, como sí lo hace respecto del proceso de acción popular, que es el que se promueve también en defensa del principio de jerarquía normativa pero frente a normas de rango inferior al de la ley, por infringir la Constitución o la ley. Se requieren firmas comprobadas por el Jurado Nacional de Elecciones de 5.000 ciudadanos para poder accionar; amén de que lo pueden hacer de forma directa el presidente de la República, el fiscal de la Nación, el presidente del Poder Judicial (con acuerdo de la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia), el defensor del Pueblo, los gobernadores regionales y los alcaldes provinciales en materias de su competencia (con acuerdo del consejo regional o de su concejo, respectivamente), el 25% del número legal de congresistas (esto es, 33 al menos) y los colegios profesionales en temas de su especialidad.
En las circunstancias actuales, en las que subsisten jueces politizados expertos en dar trámite preferente y cobijo a demandas bajo los más retorcidos argumentos para no aplicar la ley o para su aplicación de manera diferente según a quien se tiene al frente (algunos incluso han sido señalados en sentencias del Tribunal Constitucional sin que la Junta Nacional de Justicia ni se inmute, renunciando a su labor de profilaxis judicial), quizás lo que quede sea promover acciones de inconstitucionalidad para cerrar el camino a decisiones no ajustadas a derecho, emitidas bajo el manto del control difuso judicial.