Germán Serkovic Gonzáles
Para Lampadia
En una tibia noche de julio de 1969 un lamentable suceso conmocionó la política norteamericana, el hermano del asesinado presidente Kennedy y del senador Kennedy- también fallecido a manos de un enajenado- se vio envuelto en un accidente rodeado de extrañas circunstancias. Retornando de una fiesta al volante de su auto y acompañado de su secretaria, se salió del camino para ir a caer a las aguas que circundan la isla de Chappaquiddick. Edward “Ted” Kennedy logró escapar del auto que se hundía, su acompañante no tuvo la misma suerte.
Lo que sucedió en las diez horas siguientes al accidente, lapso que se demoró Edward Kennedy en dar aviso a la policía amparándose en el pobre argumento de haber quedado “en shock”, probablemente quedará para siempre cubierto bajo el velo del más tupido de los misterios.
La influencia de los Kennedy era mucha en esos años. Lo cierto es que en ese preciso momento y por sus propias acciones, las aspiraciones presidenciales del último de los hermanos quedaron en eso, aspiraciones. Él era plenamente consciente -y lo más importante, el pueblo, norteamericano también- que el camino a la Casa Blanca le estaba vedado a alguien que generaba muchas sospechas y sobre el cual recaía, al menos, la acusación de ser un irresponsable. Sin embargo, como decimos por acá, Ted Kennedy “la sacó barata” en referencia a que nunca asumió legalmente sus culpas, continuó siendo senador hasta el fin de sus días. El ciudadano norteamericano recordó y castigó poniendo un techo a la carrera política del protagonista de estos hechos. Es lo que debe hacer una ciudadanía realmente comprometida con su futuro.
No es del caso abundar sobre las incidencias o incoherencias de lo que se llamó el incidente Chappaquiddick; lo que se pretende es señalar como dos elementos que un pueblo siempre tiene que enarbolar, esto es, la memoria y el deseo de sanción social que resulta de la indignación, son de importancia fundamental en una democracia…elementos que, muy lamentablemente, no pocas veces dejamos de lado.
Un pueblo debe tener memoria, ser plenamente consciente de los logros y errores de los que en alguna oportunidad han detentado el poder político.
Una ciudadanía con memoria tiene los hechos del pasado reciente muy claros y no se deja engañar por los grupos que muy interesadamente nos quieren cambiar el discurso o pretenden que nuestros jóvenes se crean a pie juntillas sus falsos relatos, sus convenientes narrativas que no son otra cosa que una burda falsificación de la historia.
Pero la memoria no acaba ahí, hay que conocer con nombre propio a los personajes que actuaron con poder de dirección y, sobre todo, a los que pudiendo hacer las cosas bien, tomaron dañinas decisiones, por desconocimiento o por interés político. Tenemos que estar enterados de quienes se auparon al poder, traicionaron a sus votantes, hicieron del transfuguismo una forma de acción política, de los que tienen los principios relajados o en exceso flexibles, de los que simpatizaron con los golpistas, de los corruptos, de los que viven del Estado sin aportar nada positivo, de los que en nombre del pueblo se enriquecen de modo ilícito. Identificándolos con nombre y apellidos tendremos claro por quienes definitivamente no votar.
Por otro lado, la memoria sirve de poco si no estamos dispuestos a actuar en base a lo que ya conocemos. Es la sanción social. Si un político defrauda las expectativas, miente, no cumple lo prometido y no se hace responsable de sus actos, pues debe quedar fuera del panorama.
Es el gran poder del elector, otorgar su voto a quien lo merece y retirárselo al sinvergüenza. Premiar y castigar.
Un político no es nadie, si no tiene seguidores. En el tema de la sanción social, la prensa juega un papel central. No es posible que se invite de modo recurrente a los programas políticos a quienes fracasaron en sus funciones o se aprovecharon de su cargo.
Vemos hoy a un antiguo ministro que tuvo que renunciar por ascender de cargo a su pareja sentimental, pontificando sobre seguridad ciudadana; a los exministros que apoyaron el cierre inconstitucional del Congreso pretendiendo darnos lecciones de democracia; a los investigados por corrupción hablar de decencia, a los antes aliados de Perú Libre clamar hoy por la insurgencia. Eso no es sano para ninguna sociedad.
El panorama hasta el momento es desolador. En dos años tendremos elecciones generales y decidiremos por la prosperidad, la mediocridad o el desastre. ¿Qué candidatos se barajan?
Un asesino de policías,
un hombre enfermo físicamente disminuido,
un economista de renombre que luego de la elección pasada dejó el partido a su suerte,
una política extremista que negó en todos los idiomas haber escrito en unas famosas agendas hasta que las pericias la desmintieron,
el denominado por el ingenio popular ministro del amor de rol decepcionante,
un fiscal supremo destituido,
un morado expresidente que colecciona autógrafos de terroristas,
otro expresidente inhabilitado pero que mueve con desesperación sus fichas para poder postular y no terminar en la cárcel, pese a ser el responsable de miles de muertes durante la pandemia y ser -también- un cínico de campeonato.
Dos años pasan en un instante, pensemos, evaluemos, recordemos, sancionemos o premiemos, pero con conocimiento y responsabilidad. Lampadia