Germán Serkovic González
Para Lampadia
“¿En qué momento se había jodido el Perú?” es la pregunta que pone Vargas Llosa en boca del atribulado Santiago Zavala “Zavalita” al inicio de su novela Conversación en La Catedral.
“Zavalita”, el protagonista, expresa así la decepción con su entorno familiar, su desagrado con la sociedad limeña y, sobre todo, su enojo ante la corrupción imperante. Se trata del Perú de mediados de los años cincuenta, siendo gobernante Manuel Odría, conocido por el populacho como “El general de la alegría”.
Pero volvamos a la pregunta, que, si bien se refiere especialmente a la relajación de los valores morales y a la podredumbre que el autor advierte entre las altas esferas del poder, no es del todo correcta, más si la volvemos a plantear casi cincuenta y cinco años después de la publicación de la primera edición de la novela.
Es que, en esos años, el Perú no estaba jodido, tenía sus problemas -eso sí- como cualquier país en desarrollo, pero no era una sociedad inviable o envilecida sin remedio.
Lo estaría poco después, y varias veces, por decisiones equivocadas y por el ansia de poder de algunos.
El tres de octubre del año 68 el presidente Belaunde es retirado de palacio -en paños menores, dicen algunos- y toma el poder el dictador Velasco. Empieza una de las etapas más negras de nuestra historia, calla la Constitución, rige un adefesio denominado el estatuto revolucionario. La ideología de izquierda del general de marras no se hace esperar, estatizaciones por doquier sin pago alguno, persecución por las ideas, se limita la libertad de prensa, una desastrosa reforma agraria, el control de los poderes públicos, restricción de las importaciones para -dizque- fortalecer la industria nacional, que luego resultó cara y de calidad apenas aceptable, incapaz de competir, como pasa siempre en los mercados cautivos, control de precios y todos los desaciertos que los socialismos plantean. A modo de anécdota, Velasco cuando deseaba que sus desatinos guardasen una mínima apariencia de legalidad, exclamaba a viva voz “tráiganme a los cojurídicos”, que no eran otros que algunos letrados genuflexos al régimen. Como se aprecia, abogados que mal interpretan las normas hasta hacerlas irreconocibles y defienden cierres ilegales del Congreso -inclusive desde el Tribunal Constitucional- o a personas que incumplen los requisitos para permanecer en determinado órgano de justicia, han existido siempre, para vergüenza de la orden.
La dictadura militar duró doce años y sus consecuencias perjudiciales en la economía las padecimos por al menos dos décadas.
Pero se podía estar peor y se estuvo.
El año 85 el joven Alan García es elegido presidente. Quizá uno de los peores gobiernos de la historia. De nuevo el control de precios, la inflación se dispara hasta niveles nunca vistos, cercanos a los de Zimbabue. La inflación es el peor castigo para los pobres, sus ingresos desaparecen, es una muestra de la más grande decadencia económica de un país. Desde el gobierno se hace oficial la política del “perro muerto” criolla expresión para aludir al no pago de los compromisos pactados. Se pretende estatizar la banca con el aplauso de pie de las bancadas de la izquierda en el Congreso. Éramos los parias de la comunidad internacional, en suma, estábamos bien jodidos en términos vargasllosianos.
Años después, y con mucho sacrificio, la inflación se controla y el terrorismo comunista es vencido. El mundo observa con asombro lo que se llamó el milagro peruano. La economía crece a niveles entre seis y ocho por ciento, la pobreza se reduce casi a la mitad, florece una clase media pujante. Las inversiones aumentan y con ellas el empleo y los ingresos de las personas.
Por alguna extraña razón, cuyo estudio se cede a la sicología, el peruano tiene una extraña vocación por la auto lesión, sufre peruano, sufre, dice la canción. Se elige presidente el año 2011 a Ollanta Humala. Un “militarote” decía de él Vargas Llosa en plena campaña aludiendo a sus pocas luces intelectuales, pero luego de modo incomprensible le otorga su apoyo. Humala no oculta su desprecio por la inversión privada, “Conga no va” es su eslogan, paralizando una inversión de millones y dejando sin trabajo a miles de peruanos. Sus vinculaciones -y financiamiento- con la tiranía venezolana y el socialista Lula son evidentes. Empezamos un lento descenso en todos los indicadores económicos.
Luego de la pandemia y la criminal política de Vizcarra -sorprendentemente aún libre- y del olvidable Sagasti, un activista del Sutep y de cercanía filosenderista, Pedro Castillo, se pone la banda bicolor en el pecho.
Con un incapaz total y corrupto hasta los huesos en la presidencia, el país camina directo al descalabro. La inversión desaparece, la gente saca de inmediato sus ahorros por temor a que el gobierno se los apropie y los deposita en el extranjero, la fuga de capitales y de talentos -muchos jóvenes abandonan el Perú al que consideran un país sin oportunidades- es notoria. Si en los años cincuenta del pasado siglo, nuestro buen amigo “Zavalita” consideraba que el Perú estaba jodido, no nos imaginamos qué diría ahora.
Atormentado por el dicho de sus cómplices, Castillo da un fallido golpe de estado, es apresado. Asume la presidencia la vicepresidente, Dina Boluarte, integrante también del marxista leninista partido Perú Libre. Luego de sus primeras acciones y controladas las asonadas de los revoltosos en el sur, la ciudadanía respira de cierto modo aliviada.
¿Estamos bien? Decididamente no. ¿Regular? Quizá, al pairo llevados por la corriente sería una expresión más precisa. ¿Puede estar el Perú más jodido? Es una posibilidad real. Un individuo que se pasa los días sumido en el sopor de los sicotrópicos está haciendo campaña silenciosa, se hace llamar el Bukele peruano, pese a tener el asesinato de varios policías en su conciencia. Meditemos nuestro voto con calma, de nosotros depende elegir entre la prosperidad o el caos. Lampadia