Germán Serkovic González
Para Lampadia
Ignorante, de acuerdo al diccionario, es el que carece de cultura o conocimientos. Son sus sinónimos ignaro, inculto, iletrado, profano, etc. Quedémonos con esa definición y señalemos que para efectos del presente artículo se va a usar el término estrictamente con ese significado sin acepción peyorativa alguna.
La ignorancia, en términos generales, se pierde con la educación.
En los primeros años, el alumno toma como verdades absolutas los dichos del maestro, de ahí que es tan importante contar con unos profesionales docentes de calidad.
Con los años hace su aparición -no siempre, lamentablemente- el pensamiento crítico. La persona se cuestiona permanentemente sobre su entorno y saca sus propias conclusiones, ya no acepta a pie juntillas los dichos del maestro.
Nuevamente en esta etapa la labor del profesor es fundamental y consiste en enseñar -nada menos- que a pensar. El maestro enseña a pensar; el activista, adoctrina.
El opuesto a la ignorancia es el conocimiento. Y el conocimiento se puede adquirir de diversas formas, por las experiencias propias, por la comunicación de las ajenas, pero fundamentalmente, a través de la lectura. Las generaciones pasadas apreciaban los libros, que en un principio eran un objeto de gran lujo -un libro elaborado por los copistas era costosísimo- y ahora -gracias a la imprenta- son relativamente baratos y se encuentran al alcance de muchos. El conocimiento a partir de la lectura de los libros tiene sus ventajas, el solo hecho de que un texto llegue a ser publicado ya de por si es una seña que, casi siempre, vale la pena leerlo, no cualquiera publicaba un libro y del mismo modo las editoriales debían mantener su prestigio editando obras de autores reconocidos o de jóvenes cuyos escritos eran realmente meritorios.
Hoy los libros han cedido paso al internet -y eso es un gran adelanto sin precedentes en la historia de la humanidad- que contiene innumerables textos de historia, filosofía, cultura, artes, ideas, razonamientos y demás.
El tema ahora es la cantidad y la calidad del conocimiento disponible, y eso implica que hay que discernir qué leer, en otras palabras, hay que escoger. Y para escoger, primero hay que vivir en un régimen libre, y segundo, hay que tener cierta base que nos lleve a preferir textos realmente interesantes, sobre otros no tanto o realmente intrascendentes, sino abiertamente absurdos. Y entre los absurdos tenemos millones de páginas de quienes creen que la historia del mundo es de tan sólo unos miles de años, los creacionistas, o de los que sostienen -contra toda ciencia- que la tierra es plana, los terraplanistas.
Internet es realmente una maravilla por el volumen de conocimiento que contiene al alcance de unas cuantas teclas, pero, por otro lado, es también -en ocasiones- como darle un megáfono al idiota del pueblo, como decía un simpático comentarista.
Hoy, con un universo de conocimientos en internet, es casi imposible ser ignorante, pero los hay. Algunos, los menos, porque no tienen los medios; otros, los más, porque no quieren aprender, porque consideran que el conocimiento no les sirve, que es para los tontos, y ellos son muy vivos. Viene a mi memoria la triste escena en la que en alguno de esos programas tan vistos donde hormonados jóvenes hacen gala de sus habilidades y destrezas poniendo palitos, le preguntan a uno ¿cuál es el pez más grande de la Amazonía? Y luego de mucho pensar, respondió muy orondo, la ballena…que no es ni pez, ni vive en la Amazonía, pero bueno. Ahora bien, tampoco es cierto eso de que la vejez genera por sí misma sabiduría. Hay personas que con los años y cultivando el intelecto, se convierten en hombres sabios; otros, sin preocupaciones intelectuales, se vuelven sencillamente viejos tontos.
La ignorancia, en su respectivo plano, puede ser medianamente dañina o muy riesgosa. Si uno toma decisiones no basadas en el conocimiento, puede afrontar complicaciones en su aspecto personal y posiblemente también, en el entorno familiar.
Pero es en la política donde la ignorancia es tremendamente peligrosa por sus alcances.
Las consecuencias perjudiciales de la ignorancia política pueden afectar a un número ingente de ciudadanos y por un tiempo relativamente largo. Nadie pretende que el ciudadano conozca al dedillo los postulados de cada agrupación política, pero sí que tenga ideas a grandes rasgos y que tenga conocimiento de cómo han funcionado las sociedades que se han orientado por tal o cual pensamiento político. El lector acucioso ya se habrá dado cuenta que nos estamos refiriendo al conocimiento o la ignorancia política a la hora de emitir el voto. Un voto consciente no requiere de elaborada ciencia, basta conocer algo de conceptos y huir de aquellos planteamientos que afecten las libertades individuales, el libre pensamiento, la propiedad, o que sean violentistas, o basados en resentimientos y prejuicios raciales -¿alguien dijo A.N.T.A.U.R.O.?- y conocer algo de historia para no repetir errores pasados, así como tener referencias de la forma en que determinados planteamientos o ideologías han generado crecimiento o pobreza en otros países para no incurrir en los mismos desatinos.
El ciudadano debe comprender que su voto implica una gran responsabilidad y que una vez emitido hay poco o nada por hacer si se incurre en un yerro grave. El sufragio no puede ser visto como comprar una prenda en un establecimiento comercial, que, si no nos queda bien o no nos gusta, puede ser devuelta sin mayor problema.
En la última elección, más de ocho millones de peruanos votaron por Pedro Castillo -individuo de muy pocas luces y profundamente corrupto- y por un partido marxista leninista, las consecuencias están a la vista.
Esa es la prueba tangible de que la ignorancia y la política son una receta explosiva -lo de explosiva nunca mejor expresado dado que una votación desafortunada puede destruir por completo un país- y que en materia de voto meditado o reflexivo tenemos mucho, demasiado, por andar. Lampadia