Carlos Hakansson
Doctor en Derecho (Universidad de Navarra)
Profesor de Derecho Constitucional (Universidad de Piura)
Titular de la Cátedra Jean Monnet (Comisión Europea)
Publicado en Semana (Suplemento dominical del Diario El Tiempo (Piura)
Domingo 4 de diciembre de 2022
La confrontación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo ha sido una constante en la forma de gobierno peruana. El problema no es el diseño propuesto por la Constitución, que data de mediados del siglo XIX y ha evolucionado hasta la actualidad, sino la incapacidad para realizar la política en cada caso concreto. Es un problema de personas, no de textos.
La Constitución estadounidense de 1787, probablemente la más sobria en su redacción, opera por el empeño de su clase política para hacerla funcionar. El norte de toda actividad política es alcanzar el bien común y, para lograrlo, se requiere diálogo y objetividad para descubrir la solución más adecuada a una crisis.
El diálogo de la clase política es el deseo común por alcanzar una solución (forma). La objetividad es el realismo para discutir cuáles son las opciones más viables para ser discutidas y llegar al bien del conjunto (materia).
En otras palabras, no todos los países cuentan con las suficientes condiciones para realizar la política, pese a tratarse de una actividad propiamente humana. Con el paso del tiempo, los países con tradición política inspiran frases que revelan cierta predictibilidad en la toma de soluciones; por ejemplo, los parlamentarios estadounidenses suelen decir: “el Senado es el plato donde se enfría el té de la Cámara de Representantes”.
La forja de una tradición política requiere de unos presupuestos básicos: alternancia democrática, Estado de derecho y una sólida clase media que reclama mejores servicios públicos al ciudadano. Los políticos surgen, precisamente, para la defensa de las libertades y la fiscalización de la administración pública. El tiempo producirá los distintos perfiles, ideas y facciones (léase partidos políticos) para la discusión de distintas perspectivas de solución a los problemas de una sociedad. El paso del tiempo registrará sus buenas prácticas, también producirá usos y convenciones constituciones para la progresiva renovación de la clase política y consolidar una tradición.
Nuestra historia republicana se caracteriza por producir un golpe de Estado cada vez que el Gobierno carece o pierde mayoría parlamentaria. Las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo en el Perú se mantienen estables mientras el Gobierno conserve una mayoría propia o por coalición con bancadas afines.
La continuidad democrática inédita que vivimos a inicios del siglo XXI, los gobiernos de Perú Posible, PAP y Nacionalista se interrumpen en julio de 2016, tras la victoria electoral del partido PPK y luego el Vizcarrismo con la inconstitucional disolución del Congreso (30 de septiembre de 2019), sumado a nefastas reformas constitucionales como una errónea interpretación de las instituciones parlamentaristas.
La crispación política que atravesamos se resume en el sistemático menoscabo a la autonomía constitucional del Congreso y a la clase política.
En primer lugar, se ha permitido la constante mutación de las bancadas, producto del transfuguismo, pero camuflada de una objeción de conciencia, que desconoce la vital relación inversa de toda asamblea nacional: “a mayor representatividad, menor gobernabilidad” (Exp. Nﹾ0006-2017-TC/PI).
En segundo lugar, en su momento, se ha interpretado que la cuestión de confianza puede plantearse “para cualquier cosa”, cuando solo cabe para las competencias reservadas al Ejecutivo; lo contrario resulta una intromisión a la autonomía funcional del Congreso (Exp. Nﹾ0006-2018-TC/AI). Este problema acaba de superarse gracias al Legislativo (Ley Nﹾ 31355) y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Exp. Nﹾ 00032-2021-PI/TC).
La no reelección inmediata de parlamentarios fue el tercer cambio que promovió la orfandad política, impidiendo la profesionalización de sus cuadros y el fortalecimiento de partidos (Ley Nﹾ 30906).
La cuarta reforma fue la eliminación de la inmunidad parlamentaria (Ley Nﹾ 31118), que provocó el desconocimiento del principio de inviolabilidad, es decir, la garantía de no hacerse responsables “ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones” (artículo 93 CP).
Todo lo anterior, sumado a la resolución que avaló al jefe de Estado para interpretar una “denegación fáctica de la cuestión de confianza” (Exp. Nﹾ 0006-2019-TC/PC), fue un arma nuclear que promovería la disolución de un Congreso incómodo. La reciente reforma al reglamento parlamentario ha corregido esta errónea interpretación (inciso (d), artículo 86 RC).
Por todo lo anterior, los últimos seis años han sido nefastos para una forma de gobierno que, con sus más y menos para la gobernabilidad, ha venido operando durante cuatro mandatos democráticos consecutivos.
A partir de julio de 2021 se reedita el deseo para menoscabar las competencias parlamentarias, insistir con la idea del Congreso “obstruccionista”, “golpista” y el malicioso ejercicio de la cuestión de confianza. Lo que acontece es el resultado de acciones inoficiosas de parlamentarios que y en grupos de opinión influyentes desde medios afines. No fueron acciones y reformas promovidas por políticos de profesión, sino operaciones a cargo de intereses progresistas y foráneos. Lampadia