La muerte la unió a su pueblo más que su vida
Eduardo Ponce Vivanco
Exvicecanciller de la República
Para Lampadia
Era una joven de 26 años cuando accedió al trono después de la temprana muerte de su padre, el Rey Jorge VI, quien tuvo que suceder a su tío Eduardo VIII por su traumática abdicación al trono a causa de su matrimonio con una norteamericana. A los 21 años se casó con el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, lejano de la realeza británica. Pasaban unos días en Kenia representando oficialmente a su padre. Pero el grave cáncer pulmonar que sufría terminó con sus días y los hizo volver de urgencia en febrero de 1952. Aunque fue coronada un año después, desde ese día asumió los meticulosos deberes que el reinado impone a un soberano del Reino Unido.
A los once días de su fallecimiento será sepultada junto a su esposo y su familia más cercana en la capilla de San Jorge, en Windsor, después de las exequias de Estado que se celebrarán en la Abadía de Westminster. No obstante, los funerales de la más longeva de las monarcas británicas se iniciaron en cuanto se informó de su muerte y han sido diariamente seguidos en las pantallas de TV y por las redes de todo el mundo.
Pero lo que hemos observado con profunda admiración es la necesidad imperiosa que su pueblo siente por demostrar un genuino pesar por su partida. Todos han salido a calles y plazas, día y noche, para dejar un ramo de flores o un recordatorio cerca de los palacios o los sitios más frecuentados por la Reina. Bajo el sol o la lluvia, olvidando las formalidades asociadas al luto; en jeans, zapatillas o casacas, su pueblo ha sentido que permanecer en casa equivalía a estar más lejos de quien querían tener todavía cerca en el recuerdo.
Nunca olvidaron el voto que pronunció en 1947, año en que se anunció su compromiso con el príncipe Felipe:
«Declaro ante ustedes que mi vida entera, ya sea larga o corta, será dedicada a vuestro servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos».
Una promesa que, año tras año, la Reina Isabel II se encargó de honrar en la vida de todos los británicos.
Me he preguntado cuantos monarcas, presidentes, o líderes mundiales han recibido condolencias en un testimonio tan multitudinario, prolongado y sincero de simpatía, pero mi memoria no lo registra.
Durante su reinado, la Segunda Guerra hizo que la princesa Isabel tuviera que alistarse en el ejército, y se convirtiera en conductora y mecánica de vehículos militares. Su naturalidad en el trato y la sobriedad que la distinguieron en su conducta pública, fueron tan apreciados como su pasión por los caballos y los perros. Tal vez por esas aficiones apreciaba tanto al famoso Paddington Bear, el osito peruano inventado por el escritor británico de cuentos infantiles Michael Bond. Son conocidas las escenas en que la Reina toma el té con ese personaje tan significativo de la relación peruano-británica (ver video al final).
A ese carácter afable y espontáneo se atribuye el famoso baile de la Reina con el Presidente de Gana, Kwame Nkrumah, en una reunión de la Commonwealth (1961). La historia no olvida que la discreta sagacidad política de Isabel II le permitió captar el rico potencial político que guardaba la Mancomunidad Británica de Naciones en un mundo que pronto se caracterizaría por el resentimiento de los países pobres contra las naciones desarrolladas. Son conocidas las divergencias que este compromiso real suscitó con la Primera Ministra Margaret Thatcher, que restaba importancia a las relaciones con las ex colonias británicas del África.
Es posible que un legado importante de la Reina Isabel para la ciencia política tenga que ver con los límites que de la aceptación popular al concepto de “republica” versus la antipatía que suscita la institución de la monarquía, así se trate de aquellas de carácter parlamentario.
Al parecer, una moraleja apropiada de esta historia que aún no terminamos de vivir sería que “el hábito sí hace – o puede hacer – al monje”. En cualquier caso, es evidente que dependerá del monje. Lampadia