Ignacio Walker, Senador de la República de Chile
El Mercurio, 12 de noviembre de 2016
Los triunfos del Brexit y de Donald Trump son síntomas del fin de la globalización, al menos como la hemos conocido hasta ahora. La última globalización (1870-1914) terminó en la Primera Guerra Mundial. Esta globalización (post-1989) pareciera apuntar al surgimiento del nacional-populismo.
A decir verdad, la anterior globalización, caracterizada por la expansión de los mercados y de los imperios, terminó en dos guerras mundiales, la revolución bolchevique, el surgimiento del totalitarismo en el período de entreguerras (fascismo, nacional-socialismo y estalinismo), y la gran crisis del capitalismo mundial (1929).
En América Latina sobrevinieron el crecimiento hacia adentro, la industrialización sustitutiva de importaciones, el Estado empresario, y oleadas de autoritarismo y democracia. La columna vertebral de todo ese proceso fue el modelo nacional y popular.
Hoy el populismo revive, pero con otras coordenadas. Es una paradoja que mientras el populismo de izquierda se bate en retirada en América del Sur (Bolivia, Venezuela, Argentina y Brasil), el nacional-populismo se traslada a América del Norte y a Europa.
Donald Trump, en Estados Unidos, recoge un sentimiento –el populismo es un sentimiento, principalmente- en contra de las élites, el establishment , la globalización, a favor del proteccionismo, el nacionalismo («Make America Great Again»), y la voz de la calle («los hombres y mujeres olvidados, nunca volverán a serlo», como se señala en el primer tuit enviado por Trump después de su elección).
Este último logra interpretar a la América profunda («deep America»), la clase trabajadora blanca, los sentimientos anti- establishment (Wall Street, Washington DC), antiinmigrantes, antimusulmanes, contrarios al libre comercio y los tratados que lo recogen y lo reflejan (Nafta, TPP, TTIP), entendidos estos últimos como uno de los aspectos más característicos de la globalización, y del propio Partido Republicano, habría que decir.
Trump, como todo líder populista, se presenta como el antipolítico; un «outsider», no contaminado por la política de Washington DC y los intereses especiales y financieros de Wall Street, de lobbies y donantes que habrían financiado la máquina corrupta -así se le presenta- de los Clinton. «Él no es un político», como dijera un vecino de Hershey, Pensilvania, unos días antes de la elección. Los líderes populistas nunca son políticos.
Entre los más entusiasmados con su triunfo, se cuentan Vladimir Putin (nacional-populista, partidario de la «democracia soberana»), en Rusia; Marine Le Pen, del ultra-derechista Frente Nacional de Francia; Nigel Farage, de los Independientes (UKIP) de Gran Bretaña, principal promotor del Brexit; Geert Wilders, del Partido por la Libertad, de Holanda, y todos los líderes europeos más representativos del nacional-populismo, definido este último como euroescéptico, xenófobo, antiinmigración y antiglobalización.
Es el mundo que emerge, y tendremos que lidiar con las alianzas que empieza a prefigurar el nacional-populismo, con su impronta antiglobalización. Surge en clave de derecha, más que de izquierda. La socialdemocracia europea está en la ruina y los partidos antiglobalización de la izquierda son más bien marginales, como Syriza, en Grecia, y, en menor medida, Podemos, en España.
La mejor respuesta a todo este desvarío «anti» (globalización, inmigración, libre comercio, establishment ), de imprevisibles consecuencias, la encontramos en el magnífico libro de Daniel Innerarity, filósofo y político vasco, «La política en tiempos de indignados», la más lúcida defensa de la política y la democracia representativa que se haya escrito en tiempos de indignados: «la crisis política en que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema político, gestionemos juntos la misma incertidumbre».
También son dignas de resaltar las valientes palabras de Angela Merkel, quien, más allá de todo protocolo, hace un reconocimiento sustantivo y condicionado al triunfo de Trump: «Alemania y Estados Unidos están vinculados por valores, como la democracia, la libertad, el respeto por el derecho, la dignidad de las personas, independiente del color de su piel, su religión, su sexo, su orientación sexual, o sus convicciones políticas». Agrega que «sobre la base de esos valores» podrá Alemania construir una relación de cooperación con Donald Trump.
Palabras valientes y proféticas de quien, a no dudar, se convertirá en el principal contrapunto ético y político de Trump en la escena mundial, en una relación de cooperación condicionada.
América Latina ya no estará separada de Estados Unidos y Donald Trump por el Río Grande (o Río Bravo, como se le denomina en México), sino por el Muro, que es la principal promesa hacia nuestra región, como un aspecto central de su política antiinmigración. El nacionalismo y el populismo, hasta ahora característicos de los países del sur, de las economías emergentes, de América Latina, se trasladan hacia el norte desarrollado -Estados Unidos y Europa- en la forma del nacional-populismo.
Tiempos para meditar, reflexionar y actuar con racionalidad, la misma que muchos amigos del norte parecieran querer abandonar. Son tiempos difíciles los que vienen.