César Azabache Caracciolo
Para Lampadia
La primera premisa de las propuestas que vengo compartiendo sobre este tema fue asentada en la primera parte de esta entrega. Quien lava activos en el caso Odebrecht es Jorge Barata o quien haga sus veces por cuenta de la empresa. Atención con esto, porque ni Barata ni sus eventuales reemplazos han cometido todos los crímenes (probablemente fraudes en impuestos por simulación de proveedores) que han generado los fondos de la llamada “caja II”. Probablemente no conozcan al detalle cómo se han hecho las cosas en cada país de la que han extraído los fondos de la lavandería que administró Odebrecht. Quizá tengan una idea sólo aproximada de los métodos generales empleados para formar la caja. Lo que sabían al actuar es que la caja existió y que debían emplearla siempre de manera que su origen no pueda ser rastreado. Desde esa posición, Barata o sus reemplazantes lavaron activos. Si lo que hacían era lavarlos, evidentemente “sabían que la ropa estaba sucia”. A esto se refería la primera entrega de esta serie: lavar y saber qué lo que se lava está sucio se implican mutuamente. El conocimiento con el que actúa un delincuente no es una entidad o una cosa separada de su acción; se expresa a través de ella, se le imputa o atribuye en la medida en que puede ser reconocido en un evento perpetrado en el tiempo.
El problema a resolver (esto quedó anunciado, pero no resuelto en la primera entrega) consiste en fijar las reglas que delimitan la posición no de “los Barata” de estas historias. El problema consiste en delimitar las reglas que deben aplicarse a quienes han recibido los fondos que los Barata entregaron, considerando que la cuestión es relevante cuando las cantidades recibidas por ellos fueron exhorbitantes y se entregaron bajo la bruma de la clandestinidad.
El enunciado saca de la lista de problemas a todos aquellos que hayan recibido fondos de Barata en las circunstancias usuales que rodean una transacción regular (esos son los que “no sabían que la ropa estaba sucia”). Los servicios usuales e incluso las donaciones registradas salen de la escena, porque el problema no consiste en “haber tomado contacto” con Barata o con los fondos de que disponía, sino en haberse puesto a disposición de una maquinaria montada por él para dar uso económico al dinero clandestino que manejaba. De eso se trata el lavado: De filtrar (nuestras leyes dicen “transferir” o “convertir”) de manera clandestina fondos que se hacen aparecer como si provinieran de operaciones regulares, operaciones que dicho sea de paso se simulan por medio de fraudes. Quien recibe un pago o una donación y registra la operación como una operación más a su cargo está o debería estar evidentemente fuera del alcance de estas normas, porque no se ha puesto “en posición” de cooperar con la filtración de los fondos que mueve Barata. Pero quien recibe estos fondos clandestinamente, en cantidades exhorbitantes, se convierte en cómplice de Barata como es cómplice de un narcotraficante quien acepta transportar un paquete entregado a escondidas simulando que contienen solo obsequios, lo haya abierto o no.
El cómplice de una operación de tráfico clandestino (el lavado de activos es una forma de tráfico clandestino) usualmente ignora qué transporta o qué transfiere. Admite con absoluta indiferencia el contenido o el origen de lo que lleva. En los demás casos (tráfico de personas, de estupefacientes o de especies protegidas) solemos admitir la indiferencia como elementos suficiente para atribuir al cómplice responsabilidad por el evento. No veo porqué deban ser distintas las cosas si se trafica con dinero en efectivo o clandestino.
La exorbitancia y la clandestinidad como indicadores de relevancia del evento permiten excluir de la lista de asuntos que pueden justificar una investigación las simples operaciones de consumo habitual. Quien recibe cantidades que una persona promedio puede asignar “a la billetera” de cualquier Jorge Barata no hace nada que justifique una investigación. Imaginemos al dueño de un restaurant que atendió un almuerzo invitado por Barata. Imaginemos que recibió de Barata dos mil soles en efectivo. Esta persona no ha lavado activos, porque la cantidad que involucra este evento es de aquellas que una persona promedio podría encontrar “en la billetera” del portador de los fondos.
Al otro extremo, nadie porta en la cartera 3 millones de dólares, de manera que en las cantidades exhorbitantes el uso de efectivo (siempre en condiciones de clandestinidad) representan bastante más que una simple señal de alerta. Representan un factor de activa un deber general de abstención y autocontrol fundamental a tal extremo que no podemos pretender que requiera una ley expresa para ser reconocido como exigible.
Es aquí donde comienzan las zonas grises. ¿Cuánto dinero en efectivo forma una cantidad exhorbitante? Al adelantar que la línea de medición puede traficarse con “la billetera del portador de los fondos” anticipamos que la medición de la exorbitancia es siempre relativa. Depende de la imagen que despliega el portador; depende de su desempeño económico y social y del tipo de transacción de la que se trate. Dos mil soles en efectivo pagados en un almuerzo pueden estar fuera de la lista de eventos relevantes. Pero cincuenta mil dólares en efectivo sólo serán irrelevantes si el portador de los fondos admite que sean registrados apropiadamente. Cuando más nos acerquemos a zonas grises, más importancia adquirirá la clandestinidad reclamada en la operación.
Entonces no todas las cantidades de dinero entregadas en efectivo por Jorge Barata (o quien haga sus veces) representan el fundamento para un caso por lavado de activos. Las zonas grises son casos de duda razonable, y en la duda hay que proceder a favor del sospechoso (en este caso quien recibe los fondos). Entonces los criterios que fijan la diferencia entre lo que es relevante y lo que no lo es tendrá que definirse “caso por caso” por los tribunales. Y los tribunales deberán proceder por aproximaciones sucesivas, atendiendo a las circunstancias de cada caso, en función a conocimientos generales, plazas y costumbres.
El problema entonces pasa por establecer las reglas que permiten reconocer en aquel que recibe de Jorge Barata (o de cualquiera en su posición) dinero en cantidades exhorbitantes y de manera clandestina, un cooperador de sus planes de filtración de fondos a lavar. No discutimos aquí cuándo se convierte en autor de un delito propio quien recibe estos fondos, que también es algo que puede suceder, especialmente cuando Barata emplea estos fondos para pagar sobornos (pensemos en Ecoteva). Discutimos cuándo quien recibe los fondos se convierte en cómplice de Barata (pensemos en las intermediaciones atribuidas a Monteverde o a Salazar en el ocultamiento de fondos asociados con estas entregas).
¿Cuánta información debe tener un cómplice cuando filtra en la economía dinero ajeno? Pensamos aquí en la política. Ya que la política se financia y con ese dinero se paga publicidad y se generan ingresos, la política reúne todas las características necesarias para ser tratada como una “plaza” en términos económicos. Entonces quien lava activos puede elegir filtrar dinero en la política como puede elegir filtrar dinero en el mercado inmobiliario, y eso es exactamente lo que eligió hacer Jorge Barata cuando optó por financiar políticos en el Perú. Pagar sobornos y financiar personajes de la política. Eso es lo que hizo con los fondos que administró en la clandestinidad. Pues bien quien haya ofrecido a Barata ayudarle a filtrar los fondos a su disposición aceptando las condiciones en que los ofrecía (sin ningún apego a las formas abiertas de registro o reporte de la entrega) le ayuda a lograr su objetivo de filtración: lograr que los fondos entren a la economía de la política sin registrar la fuente. Esto hace automáticamente responsable como cómplice a quien acepta sus condiciones. Pero no hace automáticamente responsable a la organización con que se vincula el receptor. Tampoco hace necesariamente responsable al candidato o al jefe de la campaña, si resulta que los fondos han sido escondidos por el receptor dentro de un volumen aún mayor, presentado de forma que se haga invisible el origen.
Pero ya en este punto la inocencia del candidato o del jefe de organización de un partido político no puede presumirse; se rompe cuando se aceptan fondos en efectivo no registrados por aquel que los trae. El que recibe los fondos en estas condiciones actúa como cómplice de Barata aunque se presente ante él como un personaje relacionado a una organización política. Sus jefes o contrapartes en la organización, a los que reporta, deben probar haber actuado bajo un engaño para que la responsabilidad no les alcance. Porque siempre es posible que las circunstancias del caso conduzcan a pensar que el receptor ha actuado por su encargo.
La indiferencia tiene un papel concluyente en la recepción de los fondos. Tiene un papel menos intenso en quien está “detrás” de quien recibe. La relación entre ellos dos, como toda relación de supuesta jerarquía entre quien interviene en la escena del crimen y quien “está detrás” debe ser probada, no puede ser supuesta y punto. En cualquier caso si entre quien está en la escena y quien está detrás medio un engaño, entonces ese engaño debe probarse.
Entonces Carlos Caro vuelve a tener razón. Con lo obtenido hasta ahora las investigaciones que se están desarrollando sobre personajes de la política se justifican. Pero para fundar una condena se requiere aún probar las relaciones específicas que mediaron entre los receptores de los fondos y sus dirigentes, y que la defensa tenga la oportunidad de probar que el receptor actuaba por cuenta propia y ocultó los fondos al candidato y a todos los que manejaban la organización, si eso es lo que pretenden que ocurrió.
Hay la tarea pendiente para unos y para otros.
Y tres temas que deberé desarrollar por separado: ¿Cuándo lava activos un dirigente de la política? ¿Es “el pitufo” un cómplice de esta historia?, y tres, esta última con un disclaimer que será publicado al hacer esta entrega ¿qué ocurre con los parientes de los personajes de esta historia?
Continuaremos…