Por: Mijael Garrido Lecca
Expreso, 21 de junio de 2020
En tiempos recientes, la ideología -entendida básicamente como el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona- ha quedado condenada a un rincón paria en el que se dice que la necesidad de sistematizar conceptos y estructuras cayó con el muro de Berlín. Así, se reemplazó la ideología con el pragmatismo utilitarista. Esta es, pues, una defensa a la ideología. No a la mía -ojalá fuera-. Es una defensa a la necesidad que en estos tiempos de incertidumbre y confusión tienen las nuevas generaciones de, a través de la cultura y la introspección, someter sus propias creencias a prueba hasta limarlas lo suficiente como para poder definirse lógicamente en favor de un sistema ideológico. Y el término lógico es clave: es fundamental que se respete la primera regla de la lógica aristotélica en este proceso de nutrición de conceptos: A es A.
Situación rarísima en la generación millenial, que se define dialécticamente.
Basta con ensayar en una conversación con un millenial algunas preguntas elementales. Quedémonos con la primera de ellas: ¿en qué crees? La respuesta de inmediato va a llegar -meditar es para viejos- y uno se enfrentará a una seguidilla de negaciones: soy antifujimorista, soy anticomunista, soy anticaviar, soy antitaurino, soy antiminero, soy antineoliberal, soy antiaprista, soy anticatólico… (ponga usted el ejemplo que prefiera, yo no acabaría nunca si sigo).
La cuestión está en que la respuesta que con quien uno conversa siente como satisfactoria es una impúdica falacia. Nadie preguntó con qué estaba la persona en desacuerdo; la pregunta era en qué cree. Creo, con cada vez más convicción, que esta manera de definir las ideas de uno a través de negar sistemas ajenos en lugar de proponer positivamente creencias tiene su raíz en la renuncia a la persecución de una identidad ideológica y a la cultura que ese camino deja como huella.
Las masas desideologizadas en realidad no terminan de serlo -parece que me contradigo; no es así-. Sucede que al carecer de los andamios intelectuales que la ideología estructurada y coherente (sea cual fuere) le brinda a la persona solvencia que le permite, a su vez, identificar cuando una causa que se propone como insular es parte de un atolón de ideas preconcebidas que responden a una causa mayor. Eso hace que la búsqueda por encajar en distintos grupos y estratos sociales de quienes no han buscado comprender cuáles son sus valores, ideales y creencias y colocarlas orgánicamente en una estructura ideológica sean harto manipulables y víctimas perfectas de quienes -camuflados de activistas o luchadores sociales de cualquier bandera- los atrapen en su retórica obtusa a los ojos de quien es culto, pero seductora, lírica y hasta racional a la vista de quien ha construido los pilares de su conocimiento en Wikipedia, en un par de separatas y leyendo en Instagram.
Yo creo en la libertad, en la vida, en la paz y en la propiedad privada. Creo en el derecho de cada quien de hacer con su dinero y con su cuerpo lo que mejor convenga -siempre y cuando no afecte a terceros-. Creo en el derecho de cada uno de perseguir sus sueños y de buscar la prosperidad a través del trabajo justo y duro. Creo en el ingenio, en la disciplina y en la generación de riqueza. Creo en la república, en la democracia y en las sociedades abiertas. Creo que la minoría más pequeña es el individuo. Creo que todos somos diferentes y que solo debemos ser iguales frente a la ley. Creo en un Estado muy pequeño pero muy eficiente que procure educación, salud, justicia y protección a sus ciudadanos. Y al mismo tiempo creo en que ninguna de mis ideas debe ser impuesta a terceros a través del poder de imperio del Estado. Eso me convierte, si buscamos una clasificación justa, en algo cercano a un liberal minarquista. Esas son las cosas en las que creo.
A pesar de ser ese mi conjunto sumario de ideas y valores, prefiero mil veces discutir con un comunista bien formado. Con un socialista, un conservador, un socialdemócrata, un fascista o un socialcristiano. No porque considere que tienen la razón -aunque la base del diálogo, su nombre en griego lo dice, es partir de la premisa de que el otro puede tener parte de la verdad-. Pero ese es un desvío. Digo que prefiero discutir con una persona que defienda con integridad intelectual cualquiera de esos grupos de ideas porque las premisas del debate están ya claras y puestas sobre la mesa. La esgrima de argumentos va a discurrir por un cauce ya establecido por milenios de conocimiento humano transmitido a nosotros a través de la cultura: ¿a quién deben pertenecer los medios de producción? ¿Cuáles son los límites de la libertad del individuo? ¿Qué le compete al Estado y qué al mercado?
¿La prohibición es el camino para combatir ciertos vicios? Y como esas, varias.
Vaya usted a donde el más avinagrado millennial antifujimorista o anticomunista y pregúntele cuál cree que debe ser el rol del Estado en la Economía. O qué piensa del modelo de bienestar escandinavo. Lo que tendrá es un ceño fruncido. Un pitillo -muy de moda- liado con tabaco rapé y una cara de cojudo sintomática de un vacío de ideas más poderoso que un agujero negro. Ahora: si la ideología lleva a quien la sostiene a que, por valoración de algunos conceptos se oponga a otros, formidable: si yo creo en la libertad estoy en contra de cualquier dictadura. Pero mi oposición no es estructuralmente dialéctica; es resultado de un salto lógico entre lo que creo y lo que niega la posibilidad de ver esa creencia florecer. Este país ha odiado desde antaño a los intelectuales y a la búsqueda de conocimiento de quienes en ella se embarcan. ¿El resultado? Políticos que creen odiar a los comunistas y piensan que hay que tener una línea aérea de bandera y que hay que condonar deudas.
No hay mayor arrogancia que decir que la ideología no es necesaria. Pues es pensar que uno, armado con su iPhone, derrotará a 5 mil años de conocimiento colectivo producto espontáneo de la humanidad en el tiempo.