Jorge Morelli
Expreso, 27 de noviembre de 2016
La muerte de Fidel Castro y la llegada al poder de Donald Trump ponen un final a la estrategia política de EE.UU. hacia América Latina que comenzara casi seis décadas atrás, en 1959.
El primero de enero de 1959, mi padre, entonces diplomático peruano en la República Dominicana, me despertó hacia la medianoche. Tenía yo ocho soñolientos años. Me llevó al fondo de la casa donde tenía escondido un radio Zenith de onda corta, y me dijo: escucha bien esto de lo que no te vas a olvidar nunca. En efecto, no lo he olvidado. Era Fidel Castro hablando desde La Habana en la isla vecina de Cuba la noche en que derrocó a Fulgencio Batista y tomó el poder.
Santo Domingo, la capital de la República Dominicana, se llamaba entonces Ciudad Trujillo. La isla era gobernada con mano de hierro por el feroz dictador Rafael Leonidas Trujillo, “benefactor de la Patria y padre de la Patria nueva”, según rezaba su propaganda y coreaban los chicos en el colegio, y a quien alguna vez vi con guantes blancos bajo el calor de cuarenta grados.
Semanas después del episodio de la radio, previa explicación un tanto vaga, mi padre me llevó al aeropuerto y me embarcó en un Constellation TWA de tres colas rumbo a Lima, a vivir a casa de mis abuelos. Años después me animé a preguntar qué ocasionó la decisión. La respuesta de mi padre abrió más preguntas.
Dijo que, semanas después del golpe de Castro, recibió una carta anónima, una amenaza que me mencionaba. Decía que sabían que mi camino diario al colegio lo hacía en bicicleta. En la isla por aquel entonces desaparecía la gente. Mi padre me sacó del país en el acto.
Caía por su peso la pregunta que de inmediato le hice. Pero, ¿qué podría haber causado que el por entonces primer secretario de la Embajada del Perú en la República Dominicana recibiera de la dictadura de Trujillo una amenaza escrita? Mi padre no se detuvo a averiguarlo. Y nunca supo más. Su respuesta cerró el tema por décadas.
Treinta años después, sin embargo, a raíz de una conversación con un buen amigo que había estudiado en la Universidad de Cornell, los cabos empezaron a atarse.
Luego de la revolución castrista en Cuba, el gobierno de EE.UU. llegó rápidamente a la conclusión de que dictadores como Batista, Trujillo o Somoza en Nicaragua –por años considerados por el gobierno americano “sus hijos de perra”, según la frase atribuida a Franklin Roosevelt- incubaban revoluciones comunistas como la de Castro en Cuba.
Se produjo entonces un giro estratégico radical. El gobierno del partido Demócrata que llevó a John Kennedy al poder tomó la decisión de deshacerse de ellos. Rafael Leonidas Trujillo no les temía a los comunistas, a quienes tenía a raya hacía treinta años en la isla. Temía, en cambio, a EE.UU. Desestabilizado, se aferró al poder y murió asesinado poco después en un atentado que voló su automóvil, un Cadillac negro que vi pasar muchas veces por la avenida Nicolás Penson, donde quedaba mi casa.
Treinta años después, volví entonces donde mi padre con estos hallazgos a preguntarle si alguna vez en Santo Domingo en 1959 había tenido contacto con la embajada americana. Dijo que, en efecto, un funcionario había sido su amigo y que bien pudo haber sido de inteligencia ya que insistía en evitar todo peligro de ser grabados por los agentes de Trujillo. ¡Eso era, finalmente!
Probablemente fueron, en efecto, grabados. Por eso la amenaza anónima que terminó con mi salida de la isla, a la que nunca volví. La dimensión personal de esta historia está hoy mucho mejor narrada -con el color y la frescura del Caribe, del piano de Bola de Nieve, de la atmósfera del huracán de 1958 y de lo que fue nuestra vida de niños en la isla- por mi hermana María Lourdes en un cuento llamado “Cola de Huracán”, del que tomo prestado el título para esta columna. No es más que la minúscula cola, sin embargo, del huracán que traería consigo el giro estratégico de política exterior de EE.UU. hacia Latinoamérica en los años siguientes.
En adelante, desde entonces, las sociedades latinoamericanas tuvieron que dar paso a profundas reformas económicas y sociales destinadas a reducir radicalmente la desigualdad. Según el nuevo diagnóstico político, esa desigualdad incubaba las condiciones para la exportación de la revolución castrista a Sudamérica. Por eso el Che Guevara iría a Bolivia. Por eso la Alianza para el Progreso de Kennedy. Por eso el proyecto de desarrollo de Cornell en la comunidad andina de Vicus, en Áncash, el primero de los de su especie. Por eso la reforma agraria del primer gobierno de Fernando Belaunde. El fracaso de esa reforma fallida incubó el golpe militar de Velasco, que intentó llevar al Perú de la mano de Cuba a la órbita de la Unión Soviética.
La muerte de Castro es la del mayor general del campo comunista, uno que casi triunfó y que finalmente fracasó. Por años trató de exportar el comunismo a todo Sudamérica, con Allende en Chile, con Velasco en el Perú, con Chávez desde Venezuela. Se valió del petróleo venezolano para comprar gobiernos desde Centroamérica hasta la Argentina. Y finalmente fracasó.
Casi sesenta años después, el nuevo gobierno americano anuncia otro giro de política exterior hacia un pragmatismo basado en alianzas -incluso con gobiernos no democráticos- contra el enemigo del terrorismo global. En cierto modo, el de hoy se parece más al mundo pre revolucionario anterior a 1959.
Pero el giro estratégico originado en 1959 en Cuba -que tocaría las vidas de tanta gente y cambiaría profundamente para bien y para mal la historia de América Latina durante las seis décadas siguientes- tiene hoy su epílogo en la llegada al poder de Donald Trump y su desenlace final en la muerte de Fidel Castro.