Editorial de El Mercurio
27 de abril de 2016
El actual gobierno y la coalición oficialista propusieron durante la campaña presidencial una agenda de reformas estructurales descritas -una vez instalado en La Moneda- como necesarias para «remover los cimientos del modelo neoliberal». Dicha agenda se basaba en el diagnóstico de que el principal problema del país era la «desigualdad», la que, a su vez, era generada por un modelo económico que promovía el individualismo, en el cual el «afán de lucro» jugaba un papel fundamental.
Por lo tanto, se argumentaba, el Estado debía intervenir los sistemas educacional y de salud, para que todos los ciudadanos pudieran acceder de manera igualitaria a esos servicios, y se requería modificar la negociación colectiva para que los sindicatos aumentaran significativamente su poder negociador y con ello los salarios, sin importar su relación con la productividad. Ese discurso se tradujo en un desprestigio del afán por obtener ganancias, aspecto central en la motivación de los agentes económicos para crear riqueza. Pero, además, para financiar la entrega gratuita de los servicios educacionales que prometía, se introdujo una reforma tributaria mal pensada y peor implementada, lo que afectó el estímulo a las inversiones necesarias para sostener el crecimiento. Finalmente, se ofreció un cambio constitucional, cuyo proceso ya se inició, respecto del cual no hay claridad de objetivos ni de inspiración conceptual, pero que probablemente intente consolidar la visión ideológica detrás de estas reformas.
Por otra parte, la situación económica del país se ha visto deteriorada tanto por el cambio de escenario externo que enfrenta el país como por las reformas introducidas, que han modificado sustancialmente las expectativas de los agentes. Luego de transcurridos dos años y un cambio de gabinete, el Gobierno ha constatado que el Estado no solo no cuenta con los recursos para financiar su programa, sino que, además, su despliegue está afectando significativamente el proceso de creación de riqueza del cual se alimenta la recaudación tributaria, su principal fuente de recursos. En consecuencia, ha debido reaccionar dando señales de querer prestar atención al crecimiento económico y al aumento de la productividad, pero sin que ello toque en lo más mínimo el cumplimiento de los objetivos de su programa.
Sin embargo, resulta difícil conciliar ambas posiciones. No es posible afirmar que la desigualdad es el mayor problema que enfrenta el país y que el afán de lucro es una lacra social, y simultáneamente pretender que los agentes económicos se motiven para aumentar la inversión, la productividad y la creación de riqueza, si quienes toman los riesgos para hacerlo esperan obtener premios de ello, motivados por un afán de lucro, lo que necesariamente genera desigualdad. Esa contradicción fundamental no ha sido resuelta por los sostenedores intelectuales de la doctrina del Gobierno y, en consecuencia, son inciertos los resultados que se pueden esperar de ese esfuerzo.
El presidente del Consejo Minero lo ha expresado con claridad, refiriéndose a su sector: por un lado hay una agenda tecnológica para el futuro de la industria minera, coordinada por Fundación Chile, orientada a la productividad, la innovación y el desarrollo tecnológico, y por otro, una reforma laboral que aleja más aún la productividad de los trabajadores chilenos de los de otros centros mineros de importancia en el mundo, se introducen regulaciones de diverso orden que rigidizan las opciones para desarrollar el sector, y no se enfrentan los problemas de una creciente «permisología» que dificulta en extrema la inversión en nuevos proyectos.
Resulta urgente que el Gobierno aclare la manera en que piensa destrabar la contradicción implícita en el desarrollo simultáneo de ambas agendas.
Lampadia