Por Eduardo Herrera Velarde
Gestión, 21 de diciembre de 2021
Nos hemos acostumbrado a que la Fiscalía allane Palacio de Gobierno. Nos hemos acostumbrado a que nuestros Presidentes, autoridades y políticos se encuentren vinculados a casos de corrupción. En la creencia de que el mal menor es el único remedio, toleramos -casi con anuencia cómplice- que el sistema imperante es el sistema como debe ser.
Nos hemos acostumbrado a esperar una investigación exhaustiva, caiga quien caiga, hasta las últimas consecuencias, por hechos muy graves y nada. Pensamos, en ese orden de ideas, que la justicia llegará como un resultado kármico; algún día, algún día. Y sí, claro, eso pasará, sin embargo, deberíamos de poner de nuestra parte también para que no nos pinten la cara con la impunidad rampante.
Nos hemos acostumbrado al cinismo. A sostener que tal o cual es más corrupto que el actual y que mejor este al otro que también tenía “anticuchos”. Al insulto, a la estridencia, a la falta de argumentos, a la polarización. A pasar este año de celebración, buscando culpables en lugar de responsables. A emular un líder o lideresa que nos rescate con un ramo de rosas en una limusina de color blanco; como un fin de película soñado que jamás llegará.
Nos hemos acostumbrado a las “obras”, a los “hechos y no palabras”, al pragmatismo que se confunde en la realpolitik, esa arma fría y calculadora de aquellos a los cuales solo les preocupa el fin y no los medios. A la manipulación, el engaño, a la oferta de campaña mentirosa; esa que hemos aceptado, casi sabiendo que es una estafa.
Nos hemos acostumbrado al inmediato. En un mundo de estridencias, de extremos, de competencias, no hay tiempo para la reflexión ni la pausa. No hay tiempo para la posteridad. Solo queda el apuro de pensar en los próximos cinco años. No cuatro, no tres, no diecinueve. Nos hemos acostumbrado a la postergación que significa el piloto automático. A levantar la alfombra para esconder la mugre procrastinando las reformas necesarias, urgentes.
Un antes y un después solo será posible cuando nos desacostumbremos. Ocurrirá como cuando el elefante se da cuenta que está atado a una estaca. El animal piensa que eso lo hace preso y ciertamente es esa estaca la que lo tiene así, porque lo permite.