El bienestar de las familias y el entorno de negocios están condicionados por la calidad de las políticas públicas y de la gestión del Estado. Lamentablemente, diversos indicadores muestran un preocupante estancamiento e, incluso, retroceso en nuestro país. La tasa de pobreza subió en el 2017 por primera vez en este milenio y la elevadísima tasa de anemia infantil –que afecta al 44% de los niños de 6 a 35 meses– no se ha reducido desde el 2015. En el frente económico, el Perú ha caído diez posiciones en el ránking Doing Business, elaborado por el Banco Mundial. De un total de diez pilares sobre los cuales se construye ese ránking, el Perú ha retrocedido en siete y ocupó el puesto 68 entre 190 economías evaluadas, el peor que registramos desde el 2005. Es claro que enfrentamos un deterioro en la forma cómo hacemos políticas públicas en el país y cómo gestionamos las instituciones encargadas de ejecutarlas. Las fuentes de esta degradación son múltiples y las áreas que impacta, muchas. Varios ejemplos lo ilustran.
El Congreso ha venido aprobando leyes que tienen un efecto muy negativo en una de las mayores fortalezas de nuestra economía: el manejo fiscal responsable. La nivelación de pensiones de militares y policías, además de inconstitucional, tiene un costo anual de más de S/1.200 millones. La reciente ley de negociación colectiva para el sector público, aprobada por el Congreso –que debiera ser observada por el Gobierno–, tiene un impacto fiscal incierto: árbitros determinarán los incrementos salariales, que afectarán el Presupuesto General de la República. Es decir, se perderá el control del gasto en remuneraciones y, además, se afectará la meritocracia, pues los aumentos serán generales, resultado de la fuerza y la presión, y no de una política coherente de recursos humanos en el Estado. Las propuestas legislativas para reconvertir Agrobanco –que ya ha costado a los contribuyentes centenares de millones de soles– en Mi Agro y para subsidiar hasta el 30% del alquiler de viviendas a personas que ganen menos de S/2.600 –ejemplo de pésima focalización del gasto social– abundan en esta tendencia de irresponsabilidad fiscal.
Un segundo ejemplo es el laboral. Lejos de atacar los problemas de fondo de nuestra muy rígida legislación, nos hemos movido en sentido contrario. Un buen ejemplo es el diseño de la ley que prohíbe la discriminación remunerativa entre hombres y mujeres, que requiere de la elaboración de cuadros y funciones, con valoraciones por puesto según una compleja metodología recientemente publicada por el Ministerio de Trabajo. Esta ley no ataca el problema pero sí genera más trámites y costos para las empresas, tal como lo hizo la Ley de Salud Ocupacional. Continuamos aprobando normas que, teniendo objetivos nobles, utilizan los instrumentos equivocados, generando sobrecostos a la actividad productiva; elevando aún más la valla de ingreso a la formalidad; creando amplios espacios para la arbitrariedad y corrupción; y promoviendo la aparición de negocios parasitarios. Estos son, aquellos de proveedores o consultores cuya existencia se debe exclusivamente a estas sobrerregulaciones, pues solo son capaces de vender sus servicios porque la ley les crea este mercado cautivo.
Un tercer ejemplo es el sistema previsional. Mientras en Chile el Gobierno propone una reforma que apunta a corregir problemas del régimen, aumentando la cotización en cuatro puntos (gradualmente en el tiempo y a cargo del empleador) e incentiva a la población, vía bonificaciones, a postergar la jubilación hasta los 70 años, en el Perú en los últimos tres años nos hemos dedicado a destruir el carácter previsional del sistema –libre disponibilidad del 95% del fondo de pensiones, proyecto de ley que busca reducir la edad para la jubilación anticipada– y no hemos hecho nada para enfrentar su principal reto, que es incorporar a la inmensa parte de la población que no está ahorrando para su vejez.
Hay muchos ejemplos más de regulaciones que se emiten sin responder antes cuatro preguntas básicas: qué problema queremos solucionar; cuál es la mejor forma de hacerlo; cuál es su costo, tanto para el Estado como para los ciudadanos y empresas; y, en el caso de regulaciones a la actividad económica, cómo impacta en la competitividad. Carentes de estudios sólidos que las sustenten y las hagan viables y eficaces, las normas se limitan a repetir el paradigma formalista del puro procedimiento y papeleo, siempre costoso e inútil.
Hace bien el Gobierno en reservar el capital político que ha logrado acumular para promover la lucha contra la corrupción y las reformas institucionales –donde imaginamos que vendrán más propuestas luego del referéndum–. Pero ello no es incompatible con una agenda mínima de reformas y proyectos de inversión orientados a mejorar la competitividad del país. Sin ella, seguiremos comprometiendo el crecimiento económico del país, sin el cual no habrá generación de riqueza, empleos ni tributos necesarios para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
Por: Gianfranco Castagnola, Presidente ejecutivo de Apoyo Consultoría
El Comercio, 7 de noviembre de 2018