El cierre del 2019 e inicio del 2020 no se veían prometedores para la economía peruana. Varios factores confluían para ello: la desaceleración del crecimiento mundial, el muy limitado espacio que la inversión privada y el crecimiento tienen en la agenda del gobierno y la incertidumbre sobre la conformación del nuevo Congreso, con su implicancia sobre las prioridades legislativas de los siguientes años. La reciente crisis chilena vuelve aún menos alentador este panorama, donde tasas de crecimiento anual de alrededor de 2% ya son nuestra nueva normalidad.
Setiembre marcó el quinto mes consecutivo de desaceleración de la producción industrial global. Si bien un escenario de recesión mundial tiene hoy probabilidades reducidas, distintos factores –como las guerras comerciales iniciadas por la administración Trump– hacen prever un 2020 débil en términos de impulso externo, factor especialmente relevante para una economía pequeña y abierta al comercio exterior como la peruana, tan sensible a los ciclos económicos mundiales.
El frente interno tampoco pinta bien. Según estimados de Apoyo Consultoría,la inversión privada crecerá menos de 3%. Qué lejanas se ven las tasas de 10 a 25% que se registraban hace una década. La inversión pública, por su parte, no crecerá, reflejo de la disfuncionalidad de nuestro Estado, incapaz de gastar eficiente y oportunamente los recursos que extrae del sector privado para mejorar los servicios que demanda la ciudadanía. Por ello, este año creceremos en 2,2%, y el próximo, con suerte, apenas algo más.
El estallido de la crisis chilena significa para nuestro país llover sobre mojado. Las razones detrás de ella han sido ampliamente analizadas estas semanas. Son innegables los inmensos y admirables avances de Chile en los últimos 30 años en la gran mayoría de variables que definen el desarrollo de una nación –incluyendo, hay que decirlo, la disminución de la desigualdad–. Pero, más allá de la violenta participación de extremistas y delincuentes que vandalizaron y destruyeron la propiedad pública y privada, resulta evidente que hay una clase media descontenta por lo que percibe como una creciente desigualdad y una “promesa incumplida”, como la han llamado algunos analistas chilenos, con expectativas que el sistema –economía, Estado, clase política– ha sido incapaz de satisfacer. A ello se suma una falta de empatía y sensibilidad de la élite empresarial y política para percibir lo que se estaba gestando en la sociedad chilena.
Se ha dicho que en el Perú una situación como la chilena es improbable por la existencia de una muy elevada informalidad, que termina siendo una suerte de maldición y salvación a la vez, pues permite a la población encontrar empleo de subsistencia y acceder a bienes y servicios a precios impensados en sociedades más avanzadas. También se ha afirmado que la gente espera muy poco del Estado –porque no paga impuestos directos o porque hace muchas décadas que la oferta de servicios del Estado es generalmente deficiente– y apenas sus ingresos lo permiten, migra hacia servicios privados, como ocurre con la educación y la salud. Y finalmente se ha dicho que esa misma informalidad ha permitido la aparición de un empresariado emergente que contribuye a generar una mayor movilidad social. Es muy posible que todos esos elementos contribuyan a disminuir la probabilidad de un evento así en el Perú, pero sería insensato descartar una tormenta perfecta que genere las condiciones para que ocurra.
Independientemente de ello, la crisis chilena sí tiene un impacto directo en la agenda política del Perú, que empieza a concretarse. Ya en los meses anteriores se percibía la incomodidad y hasta temor del Gobierno y funcionarios públicos para liderar reformas económicas. Los mensajes del presidente Vizcarra y el primer ministro Zeballos pos-“chilenazo” han incorporado temas que parecieran privilegiar la búsqueda de apoyo popular, tales como un eventual incremento en la remuneración mínima vital –difícilmente sustentable en las condiciones actuales de la economía peruana–; incremento de pensiones; la aprobación vía decreto de urgencia de leyes como la de abastecimiento de genéricos o de control de fusiones. No hubo ningún anuncio concreto vinculado a la promoción de la inversión privada ni a la mejora de la competitividad. Por el contrario, en el caso del proyecto Tía María, se ensayó una “interpretación auténtica” del rol de la OEFA –entidad que fiscaliza proyectos en marcha, no revisa EIA ya aprobados–. A partir de ahora, se recurrirá al argumento de la crisis chilena para justificar la paralización de normas y proyectos favorables al crecimiento de la economía, que se sumará al temor que nuestros funcionarios públicos tienen para tomar decisiones.
La economía peruana ha destacado por su resiliencia. Al 2020 tendremos 22 años continuos de crecimiento económico. La demanda interna se ha multiplicado por más de cuatro veces en este siglo y la clase media urbana, por 2,3 veces. Hasta hace poco, tasas de crecimiento entre 3% y 4% generaban frustración pues se percibía que, con un esfuerzo del gobierno, tasas mayores eran factibles. Hoy, resignarnos a la nueva realidad del 2% implicaría claudicar en la tarea de generar un mayor crecimiento, condición indispensable para el desarrollo y bienestar de millones de personas que tienen expectativas de alcanzar una mejor calidad de vida. Ojalá el gobierno del presidente Vizcarra tome conciencia de ello y encuentre el equilibrio y liderazgo para conducirnos por la ruta correcta.
Por: Gianfranco Castagnola
El Comercio, 6 de noviembre de 2019