Ian Vásquez, Instituto Cato
El Comercio, 5 de setiembre de2017
¿Está un pueblo obligado a pagar deuda contratada por un gobierno tiránico? Luego de que caiga tal régimen, ¿qué se hace con esa deuda? Son preguntas que los venezolanos y los acreedores que han estado financiando su gobierno se deberían estar haciendo.
La respuesta, según la práctica financiera que ha predominado durante esta y la mayor parte del siglo pasado, es sí, siempre se tienen que respetar contratos de deuda. De no seguir esa regla, el sistema financiero internacional entraría en caos, pues dejarían de funcionar esos mercados ante la arbitrariedad e incertidumbre que provocaría.
Es así que tanto acreedores privados como públicos han financiado a las peores dictaduras alrededor del mundo sin preocuparse por los fines nefastos a los que se destinan sus dineros. El derecho y las agencias internacionales los respaldan a la hora de declarar esa deuda legítima. Cuando Goldman Sachs recientemente compró miles de millones de dólares en bonos emitidos por el régimen chavista, solo se podían quejar los venezolanos.
No tiene que ser así. Por razones morales y prácticas, es hora de resucitar la doctrina legal de deudas odiosas que elaboró el ruso Alexander Sack en la primera parte del siglo XX. Según Sack, “si un poder despótico incurre en deuda no para las necesidades o interés del Estado, sino para fortalecer su régimen despótico, reprimir a la población que pelea contra él, etc., esta deuda es odiosa para la población de todo el Estado”.
“La deuda no es una obligación para la nación; es la deuda del régimen, una deuda personal del poder que la ha incurrido, consecuentemente cae con la caída de este poder”. Para Sack, “los acreedores han cometido un acto hostil con respecto al pueblo”.
Bajo la doctrina de deudas odiosas, repudiar la deuda se puede justificar cuando se contrató sin el consentimiento del pueblo, cuando la deuda no se utilizó para el bien público y cuando el acreedor tendría que haber sido consciente de que esas dos realidades existían.
Se han dado precedentes legales. Estados Unidos, por ejemplo, utilizó semejante razonamiento al declarar ilegítima la deuda de Cuba con España luego de la guerra de la independencia cubana. También lo hizo en los años veinte en el caso de deuda que contrató el dictador costarricense Federico Tinoco.
El mundo ha cambiado desde entonces, pero el concepto tiene más relevancia que nunca. La experta canadiense Patricia Adams formula la mejor propuesta para casos como el venezolano. Una Venezuela poschavista debería establecer un proceso arbitral para determinar la legitimidad de la deuda. De acuerdo a Miguel Santos y Ricardo Villasmil de Harvard, la deuda ya supera los US$100.000 millones y representa más del 100% del PBI venezolano. Un tribunal independiente de deuda podría investigar para qué se usaron los fondos, qué parte es legítima y qué cantidad no. Sin duda, buena parte de la deuda venezolana sería odiosa, pues se usó para reprimir, se robó o se malversó de manera deliberada bajo un régimen autoritario.
La ventaja de aplicar la doctrina de deudas odiosas a través de un proceso arbitral es que incrementa la transparencia, la debida diligencia y el Estado de derecho en el financiamiento internacional. Fortalecería los mercados financieros. No es que la comunidad internacional no haya perdonado deuda externa en múltiples ocasiones. Pero típicamente se ha hecho de manera ad hoc y politizada, por razones puramente prácticas (el país no estaba en condiciones de repagar) y no se reconocía que la deuda acumulada no era legítima.
Reavivar la doctrina de deudas odiosas en el caso de Venezuela no solo ayudaría a los venezolanos. Desalentaría el financiamiento de tiranías alrededor del mundo, reparando así un defecto en el sistema crediticio internacional que hace rato debería haberse atendido.