Las cárceles peruanas ofrecen un panorama descorazonador: el número de presos se ha duplicado en diez años, el hacinamiento supera el 200%, el 58% de los internos no tiene condena, y multitud de delitos y crímenes se planifican desde las prisiones.
Peor aún, hay un desconcierto palpable entre autoridades y parte de la opinión pública sobre el papel de las cárceles. Para José Luis Pérez Guadalupe, director del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), es una paradoja que los delitos aumenten a la par con la economía. Según Pérez Guadalupe, el Estado debe desarrollar “políticas sociales” focalizadas en potenciales delincuentes. Para la congresista Lourdes Alcorta, el hacinamiento y la delincuencia no se solucionarán con más policías, prisiones ni leyes, pues hay “falta de fibra humana en el país”. Ernesto de la Jara sostiene que se debe romper con el mito de decir a mayor dureza carcelaria menor inseguridad.
¿Pero qué nos dice la evidencia? Hay una clara relación empírica entre mayores índices de encarcelamiento y menores delitos. Por ejemplo, Steven Levitt, de la Universidad de Chicago, demuestra que el incremento en el número de prisioneros explica en gran medida la notable caída de la delincuencia en Estados Unidos, desde 1990.
Las prisiones son una línea de defensa fundamental de la sociedad ante la amenaza de la delincuencia. Mayores tasas carcelarias incrementan la seguridad ciudadana porque disuaden la comisión de potenciales delitos y porque evitan que aquellos encarcelados cometan nuevas ofensas (siempre y cuando las prisiones no sean escuelas del crimen).
La realidad es que el Perú tiene un menor número de presos per cápita que países de ingreso similar con menores índices de delincuencia. La tasa de encarcelamiento en el Perú es de 210 por cien mil personas, mientras que la misma es 260, 290 y 315 en Chile, Costa Rica y Uruguay según el International Centre for Prison Studies, de la Universidad de Essex. Hay, además, menor hacinamiento y menor razón de inculpados a sentenciados en estos países que en el Perú. En efecto, nuestro Estado asigna escasos recursos al sistema penitenciario. Por ejemplo, el presupuesto de la gendarmería chilena es más de cuatro veces el del INPE en términos absolutos y ocho veces en términos per cápita.
Los estudios internacionales también indican que el crecimiento económico reduce –no aumenta– el número de delitos. La perniciosa relación entre crecimiento y delincuencia en el Perú se debe al abandono del Estado de su función fundamental de proteger a los ciudadanos. La evidencia nos dice, además, que quienes más sufren a expensas del crimen son aquellos de menores recursos.
No parece ser un misterio el rumbo que la política penitenciaria debería tomar. Es necesario incrementar drásticamente el presupuesto del INPE. Por supuesto, ello será más efectivo si se acomete una reforma integral de nuestra policía y si se aumenta la severidad de las penas y su cumplimiento. Se debería priorizar la prisión efectiva para quienes cometan delitos violentos, pues estos tienen el mayor costo social.
Finalmente, se debería aumentar el tamaño de las cárceles para aprovechar las economías de escala y reducir los costos unitarios de operación. Recordemos que la ausencia de provisión pública de seguridad es, en la práctica, una política social de redistribución del ingreso a favor de los delincuentes.
Publicado en El Comercio, 20 de diciembre de 2013