Ian Vásquez, Intituto Cato
El Comercio, 8 de octubre de 2016
Con el propósito de proteger al consumidor y promover la competencia, ha resucitado en el Congreso una idea que, convertida en ley, lograría justo lo opuesto. El congresista Yonhy Lescano presentó un proyecto que establecería un control previo a la fusión de empresas. Sin embargo, la experiencia de leyes antimonopolio en los países avanzados –de donde se originan–, deja mucho que desear.
En Estados Unidos, por ejemplo, se prohibió este año la fusión de dos empresas que venden materiales de oficina al menudeo (Staples y Office Depot). Es la segunda vez que el gobierno bloquea la unión. Las razones incluyen que la participación de las dos empresas en el mercado es dominante (75%) y que resultaría en precios elevados para los consumidores y clientes corporativos.
La negativa tiene un poco de sentido únicamente si aceptamos la definición de mercado ya citada que adoptó el gobierno al hacer valer su ley de fusiones. Pero de la definición oficial quedan afuera todo tipo proveedores que no se concentran únicamente en vender esos bienes y quedan afuera servicios en línea como Amazon, que vende alrededor de mil millones de dólares en materiales de oficina al año. Un cálculo previo (cuando intentaron fusionarse por primera vez) que incluyó a todos los proveedores del mercado encontró que las dos empresas representaban solo el 5% del mercado.
Las leyes antimonopolio se prestan para la manipulación de conceptos que no siempre son fáciles de definir. El propósito de una ley de fusiones es el de evitar la concentración de mercado y la creación de un monopolio. Pero bajo estas leyes alguien tiene que definir el mercado y alguien tiene que determinar si ciertas actitudes son monopólicas. Prácticas normales de negocio muchas veces terminan siendo sancionadas por las autoridades. La reducción de precios, ¿es competitiva o es evidencia de una actitud monopólica para ganar una mayor cuota de mercado? El éxito empresarial en el mercado, ¿es evidencia de mayor eficiencia o de algún abuso?
Bajo las leyes antimonopolio en EE.UU. a las empresas se las acusa de mantener precios muy altos o precios muy bajos. Se ha vuelto imposible predecir si una fusión se aprobará o una acusación de monopolio prevalecerá. Esto crea incertidumbre y un incentivo por parte de las empresas para hacer lobby en vez de enfocarse en su negocio. De hecho, las empresas menos exitosas y otros grupos de interés usan las leyes de fusión y antimonopolio para protegerse de la competencia. Quienes pierden en el mercado competitivo muchas veces ganan al apelar a la ley. El efecto es el de reducir la competencia y la innovación y prevenir que bajen los precios.
Los políticos también se aprovechan manipulando las leyes antimonopolio a su favor. Los estudios muestran, por ejemplo, que las empresas estadounidenses ubicadas en los distritos representados por políticos que tienen un papel de supervisión en temas antimonopólicos reciben un trato favorable. Sin duda, la arbitrariedad y politización que alientan las leyes antimonopolio han debilitado el Estado de derecho.
Detrás de estas leyes, desafortunadamente, existe el supuesto de que las decisiones de burócratas y políticos sobre la estructura y el comportamiento de industrias y compañías serán superiores y mejor informadas que las de millones de consumidores y empresas en el mercado. Bajo ese supuesto se han gastado enormes cantidades de recursos y tiempo intentando por ley lo que el mismo mercado logró. Así, hace cuatro décadas se gastó entre US$50 y US$100 millones al año durante siete años en el caso contra la supuesta empresa monopólica IBM, que el libre mercado terminó de derrotar. Lo mismo ocurrió en el caso contra Microsoft, que fue acusado de dominar el mercado de buscadores. Cuando finalmente terminó ese caso, ya otros buscadores dominaban el mercado.
Los monopolios que tienden a prevalecer son los que gozan de protecciones del Estado, mientras que no tienden a perdurar aquellos en un mercado libre. Si el gobierno quiere promover la competencia y la innovación en este país, sería mucho mejor reducir la burocracia y la sobrerregulación que imponen costos que solo las empresas relativamente más grandes pueden solventar. Y tampoco hay que implementar una ley contraproducente porque nos la pide la OCDE –que irónicamente es una organización que en gran parte se ha vuelto un cártel que refleja los deseos de grupos de interés en los países ricos–.