Por: Mario Ghibellini
El Comercio, 5 de octubre de 2019
Lo de Vizcarra no ha sido el 5 de abril. Lo aseveran todos los que quieren refutar la tesis de que lo que aquí se ha producido es un golpe. Y la verdad es que entre la disolución del Congreso ordenada por él y la que ordenó en su momento Fujimori existen, en efecto, diferencias. Esta vez, por ejemplo, no se ha acompañado esa acción con un intento de controlar a la prensa ni una intervención del Poder Judicial. La decisión, por otra parte, no parece haber sido impulsada por un ánimo de perpetuarse en el poder (aunque ya hay quienes malician que sí); y, por último, se ha tratado de darle a todo el trajín un camuflaje constitucional: un esfuerzo que el golpista del 92 ni siquiera se molestó en hacer.
Nada de eso, sin embargo, es lo medular para determinar si estamos o no ante una ruptura del orden constitucional. Lo fundamental, en realidad, es establecer si los requerimientos que exige la Carta Magna para ir adelante con una medida de ese tipo se cumplieron antes de que fuese dictada. Hay quienes sostienen que existen, además, problemas con las aprobaciones y refrendos ministeriales que el decreto supremo necesitaba para ser puesto en vigor, pero incluir esas consideraciones en esta columna la haría demasiado extensa. Ya habrá oportunidad de hacerlo en alguna otra.
Por el momento, detengámonos en la valoración de la novedosa teoría sobre la “denegación fáctica de la confianza”.
—Estricto incumplimiento—
Si la confianza pudiese ser negada fácticamente, la lógica sugiere que también tendría que poder ser otorgada de esa forma. Ahora, imaginemos que, el lunes de esta semana, en lugar de dificultar el ingreso de Salvador del Solar al hemiciclo, las autoridades congresales lo hubieran hecho entrar por la puerta grande y lo hubiesen dejado plantear la cuestión de confianza atentas y en silencio. Y que luego no hubiesen continuado con la votación de los candidatos a integrar el Tribunal Constitucional y se hubiesen puesto a debatir y votar otras cosas. ¿Podría haber interpretado entonces el presidente que la confianza le había sido “fácticamente otorgada” al Gabinete Del Solar y, en consecuencia, estado dispuesto a prescindir de la votación? No lo creemos. Y si la concesión de confianza habría requerido forzosamente del acto expreso del voto, ¿por qué la denegación no?
Esto, por supuesto, es solo una especie de reducción al absurdo de lo que era ya absurdo a simple vista. Porque hasta los que tratan de sostener que todo está en orden, cuando se les menciona el asunto de la “negación fáctica”, tuercen un poco la boca y empiezan a murmurar cosas como “quizás el fraseo no fue el más adecuado”, “es una idea audaz que habría que analizar” u otras formulaciones que buscan disimular el hecho de que estamos ante una pastrulada conceptual.
El emperador está calato (esa forma peruana de andar desnudo) y ellos así lo ven, pero no solo no quieren gritarlo, sino que se afanan por prestarle unos ropajes imaginarios.
Las decisiones, por lo demás, no se tornan constitucionales por la mera circunstancia de que quien las ordena recita al anunciarlas que lo está haciendo “en estricto cumplimiento de la Constitución”. Al contrario, ese énfasis machacón deja entrever más bien los temores que carcomen al responsable del acto.
Y en ese sentido, no hay que olvidar que, en la noche previa al zarpazo, Vizcarra declaró en una entrevista televisiva que “en muchos casos, la aplicación de la ley no necesariamente te lleva a un resultado satisfactorio” y que, en el contexto de la situación concreta que enfrentaba “el cumplimiento escrupuloso [de la ley] no es lo recomendable”. Lo más parecido que haya anunciado alguna vez a un plan de gobierno.
—Estulticia binaria —
Llegados a este punto de la discusión, los que ya admitieron discretamente lo deleznable del argumento sobre el que se basó la disolución del Congreso, pasan a la fase del “pero es que”. Y allí empiezan a asomar los porcelanatos, los blindajes y los toqueteos que han marcado a la representación nacional elegida en el 2016 para siempre. Incapaces de empinarse sobre las miserias de esa específica conformación parlamentaria y concebir una defensa de la institución legislativa, los apañadores de la disolución comienzan a atribuirle a quien insiste demasiado con el problemilla constitucional detectado intereses subalternos y complicidades con la corrupción. Tienen, en su mayoría, un problema de estulticia binaria irremontable.
Pero hay algunos que entienden perfectamente de qué va la objeción planteada y aún así tratan de soslayarla con salidas del tipo “hay que pasar la página” o “ya estamos volviendo a la normalidad”.
Salvo que estén hablando de la normalidad a la que se refirió Martín Adán cuando se enteró del golpe de Odría a Bustamente y Rivero, sin embargo, lo que están haciendo es acomodarse, por las razones que fuese, con una nueva ruptura del orden constitucional, amparados por la supuesta legitimidad que le presta su popularidad en las calles. De manera muy semejante a como ocurrió con Fujimori en el 92.
Alguien podría decir que son las mismas geishas con diferente kimono. Un modelito moqueguano en este caso.
El golpe de Velasco no fue igual al de Sánchez Cerro, ni el de Pérez Godoy a los dos anteriores. Desde la perspectiva del quiebre del orden constitucional, no obstante, sus similitudes fueron mucho más relevantes que sus diferencias. Y lo mismo cabe decir a propósito de la situación en la que ahora nos hallamos envueltos.
Lo de Vizcarra no ha sido el 5 de abril. Ha sido el 30 de setiembre.