Por Eduardo Morón
(El Comercio – portafolio, 16 de octubre de 2015)
En mi última columna decía que nuestra principal preocupación debería ser reducir los niveles de informalidad de nuestra economía. Pero, como dice el refrán, haciendo lo mismo difícilmente llegaremos a una solución diferente al actual 70% de informalidad laboral. Déjenme ilustrar con una metáfora lo que creo ha sido nuestra mirada respecto a la protección social indispensable (pensiones, salud y desempleo) para los trabajadores y el impacto que ello ha tenido sobre la informalidad.
Nuestro Estado, siempre preocupado porque la gente quería bañarse en el mar y podía ahogarse, decidió establecer la regla de que cada persona debía llegar a la playa con su propio salvavidas. De esta manera, se minimizaría la posibilidad de ahogados en el mar. Esta bien intencionada regulación lo que logró fue reducir al mínimo la cantidad de personas que podían pagar su propio salvavidas. En efecto, se fue eficaz en reducir al mínimo los ahogados en el mar de la formalidad. De repente era mucho más eficaz y sobre todo barato que se construya un buen puesto de observación y se contrate un salvavidas preparado para cada playa.
Típicamente es el Estado quien impone la obligatoriedad de proteger al trabajador en esos tres aspectos (pensiones, salud y desempleo). Pero las maneras de hacerlo son diversas. Lo esencial es entender que por un lado hay una decisión de quién financia (Estado, empleador, trabajador) y otra de quién provee el servicio (privado o estatal). Pero más importante que esas dos cosas es que el Estado es quien define el nivel de prestación que será obligatoria. Debería ser claro que si se escoge un nivel muy alto (y, por lo tanto, costoso) será para una minoría de la fuerza laboral, dado que tenemos trabajadores y empresas que no son suficientemente productivos. Piensen en el daño que provoca por ejemplo fijar un salario mínimo en un nivel excesivamente alto respecto a las remuneraciones de mercado: pocos empleos formales.
Cuando uno mira la diversa experiencia internacional, la acción del Estado no pretende ser la única fuente de protección para los trabajadores. Lo usual es que en los países desarrollados el peso de la provisión obligatoria de la protección social es mucho menor que la parte hecha desde la decisión voluntaria tanto de los propios trabajadores como la de sus empleadores. Por ejemplo, en EE.UU., los gastos para la etapa de jubilación se financian una mitad por la parte obligatoria y la otra mitad por fuentes voluntarias de ahorro (planes 401K, IRA). En los países menos desarrollados tendemos a creer que la mejor opción es que el Estado obligue a un nivel alto de protección, desdeñando el rol de lo voluntario, la acción del mercado.
Regresando a la metáfora de la playa, las personas apreciaremos que sea el Estado quien tome parte de nuestros impuestos para financiar a un salvavidas por playa, bien equipado, entrenado y remunerado. Sin embargo, eso no quita que nosotros también estaremos interesados en dedicar parte de nuestros propios recursos para aprender a nadar y así colaborar en la provisión de la protección deseada.
Cualquiera de nosotros que hoy tenemos un empleo formal tendrá un recelo natural a estas ideas, pero debemos pensar en términos de los nuevos trabajadores, los que están próximos a ser parte del mercado laboral. Si no cambiamos nada de la actual regulación, la mayoría de ellos tendrá como primer empleo uno informal.