Por Jaime de Althaus
El Comercio, 23 de octubre, 2015
El despido táctico y vengativo de una procuradora ejemplar y valiente como Julia Príncipe tenía la carga de injusticia suficiente como para provocar la censura del propio presidente del Consejo de Ministros, Pedro Cateriano, quien había salido a avalar la conducta del ex ministro Adrianzén maculando, de paso, su propia reputación democrática.
Por eso, el cese de Julia Príncipe era una jugada irracional e irresponsable, un puro golpe de la fuerza, cuyas consecuencias podían ser imprevisibles para la estabilidad política del país. Pero el fujimorismo desactivó la explosión en cadena con el anuncio de la decisión racional de no interpelar al premier, pensando quizá en que tampoco le conviene arriesgar la continuidad de un proceso electoral en el que está punteando.
La reacción ante los casos Nadine Heredia y Julia Príncipe, dos caras de la misma moneda, ha sido casi airada, pese a que los presuntos delitos de Heredia se cometieron antes del gobierno y pese a un reglamento que obligaba a Príncipe a solicitar autorización para declarar, debido a que la opinión pública es cada vez más intolerante a la utilización del ordenamiento legal para esconder o justificar injusticias o delitos. Lo que interesa es la verdad, la justicia real, la transparencia en los actos.
Por supuesto, la versión extrema y patológica de este estado de ánimo es el linchamiento. Pero su expresión sana es el reclamo implícito de reformas profundas a un sistema que no funciona. La revelación de las cuentas contenidas en las agendas de Heredia, por ejemplo, ha elevado en la conciencia ciudadana la demanda de claridad en el origen de los fondos partidarios.
No más fondos oscuros. Esto obliga al Congreso a dar una ley que garantice la transparencia y formalidad de las donaciones para evitar que las redes ilícitas triunfen en este proceso. Pero eso supone fortalecer a la ONPE y facilitar el financiamiento privado formal, sea directamente a los partidos o candidatos, sea a fondos administrados por institutos. Porque de lo contrario los partidos quedarán atrapados entre la inopia o la utilización tramposa de fondos ilegales.
Pero, más allá de esto, lo que se manifiesta en la reacción ciudadana al caso siamés Heredia-Príncipe es un cuestionamiento a un orden legal-judicial formalista fácilmente instrumentalizable por quienes tienen poder político y económico, y que no da justicia a los ciudadanos comunes. Un orden que a lo largo de los siglos ha entronizado la leguleyada, que no consiste en otra cosa que en usar la letra de la ley para burlar su espíritu.
Lo que hay aquí es un clamor silencioso para reformar profundamente el sistema judicial. El camino es el paso a un sistema oral como el que propone el nuevo Código Procesal Penal, que debería extenderse a todas las especialidades.
Allí no hay leguleyadas que valgan: son los argumentos desnudos del fiscal frente a los del abogado defensor sustentados oralmente en audiencia, sin escritos dilatorios ni engañosos de ningún tipo, y el juez debe pronunciarse atendiendo al fondo del asunto, a la verdad de los hechos. Es otra cultura. Quizá los fiscales y jueces no están preparados. Pero hacia allá hay que ir.