Por: Jaime de Althaus, Periodista y antropólogo
El Comercio, 17 de agosto de 2018
El populismo consiste en crear o señalar un enemigo y movilizar al pueblo contra él. El presidente Vizcarra está haciendo populismo, del bueno y del malo. Que el populismo sea bueno o malo, inocuo o nocivo, depende del enemigo que se escoja. Si el enemigo es la corrupción, bienvenido sea, dentro de los límites dados por el debido proceso. Convocar un referéndum sobre el CNM es positivo.
Cuando el presidente acusa al Ministerio Público de no actuar contra la corrupción, está haciendo buen populismo (aunque pedirle al Congreso celeridad en la acusación constitucional roza el límite). Pues si bien no reconoce que Chávarry ha adoptado decisiones correctas para reimpulsar la investigación del Lava Jato, es cierto que hay una diferencia enorme con las medidas que ha adoptado el Poder Judicial. Este ha formulado una propuesta propia y ambiciosa de reformas urgentes, se ha declarado en emergencia nacional, y misiones de supremos están viajando a las 15 cortes más infiltradas por el crimen organizado para destituir jueces y adoptar medidas. Nada parecido (salvo en Piura) ha ocurrido en el Ministerio Público, cuyas fiscalías superiores están tan o más corrompidas que las del Poder Judicial. Preguntémonos qué ataduras impiden a los fiscales supremos tomar esas decisiones.
Pero lo que sí es populismo del malo, lo dijimos apenas se anunció, es la propuesta de no reelección de los congresistas. Aprovecha la mala imagen del Congreso para degradarlo. Lo mismo hizo Fujimori. Si no se puede reelegir congresistas, nadie honesto y preparado que quiera hacer carrera política podrá hacerlo. Tendremos solo oportunistas e improvisados. Nunca una clase política experimentada.
Ejecutivo y Congreso tienen que acordar desechar esa consulta. Y hay una manera de hacerlo sin costo político: proponer la disolución constitucional del Congreso sin expresión de causa, sin esperar a la censura de dos gabinetes, y eliminar la inmunidad parlamentaria. Sería más popular.
En cambio, el proyecto para la bicameralidad es serio y, si se aprueba, ayudará a contener la creciente tentación del populismo malo. Tiene una división de funciones entre diputados y senadores innovadora, donde el Senado solo revisa las leyes aprobadas en Diputados salvo en lo relativo a reformas constitucionales y leyes orgánicas, donde tiene la iniciativa. Y es quien aprueba la ley de presupuesto, algo coherente con el hecho de que será elegido en 5 o 6 macrorregiones, lo que limitará la atomización de los proyectos. Los 100 diputados se elegirán en 50 distritos binominales (dos diputados por distrito), que corresponden a 50 microrregiones económicas integradas. La representación será mucho más real. Lo que no se entiende es por qué se elimina el voto preferencial para el Senado (muy bien) y se mantiene para Diputados (muy mal). Habría que introducir, además, la elección del Congreso luego de la segunda vuelta presidencial (para facilitar que el Ejecutivo tenga mayoría, algo clave), la insistencia en las leyes observadas por el Ejecutivo con los 2/3 de los votos, y que los candidatos a la presidencia lo sean automáticamente al Senado, para convertirlo en un verdadero foro político. Estamos a tiempo.