Tengo más de 20 años como profesor universitario. Uno de los cursos que más me gusta dictar es uno que trata de explicar por qué el mundo no aumentó su ingreso per cápita por más de 2.000 años y luego no paró de crecer. En este curso explicamos que es totalmente posible que existan unos países que crecen más que otros, o incluso que algunos países sean capaces de algo tan extraño como reducir su ingreso por habitante de manera sostenida por más de medio siglo. Esta discusión busca entender cuáles son las razones por las que sucede eso. El curso de crecimiento económico nos ayuda a valorar cómo el mecanismo de la inversión productiva permite que las economías aumenten su nivel de bienestar. Y hablo de bienestar –y no solo de ingresos– porque no hay mejor manera de asegurar que los niveles de pobreza se reducen que con un crecimiento sano y sostenido. Hoy, es meridianamente claro el fracaso de todos los experimentos de la región que han pretendido reducir pobreza basados en un Estado más grande y con políticas redistributivas.
Pero el proceso de inversión no está libre de obstáculos. Uno de los limitantes más significativos para que los inversionistas estén dispuestos a arriesgar sus recursos es que puedan estar suficientemente seguros de que en efecto tendrán un retorno positivo. Es más, cualquier inversionista sensato debería buscar algún mecanismo para limitar sus potenciales pérdidas. Por ello, muchos toman seguros que protegen el valor de sus inversiones ya realizadas. No hay peor escenario para un inversionista que un desastre natural o un accidente destruya todo su capital. No solo pierde el retorno esperado sino todo el valor de su inversión.
Nuestra economía está pasando por un momento crítico. La confianza de los empresarios de todo tamaño se sigue deteriorando porque la desaceleración no toca fondo y las acciones del Gobierno solo serán suficientes cuando la desaceleración se aleje. Además, observamos una sensación generalizada de que el Gobierno ha renunciado a enfrentar las peleas complejas, esas que requieren enormes dosis de cooperación entre gobierno y oposición, esas que requieren poner de lado las broncas pequeñas, los insultos fáciles que se prodigan nuestros políticos con una facilidad pasmosa. Nuestra economía no aguantará más inestabilidad gratuita. Nuestra política tampoco aguantará errores tan gruesos como el seguimiento indiscriminado y antidemocrático con recursos públicos con excusas francamente insulsas e inaceptables.
Esta columna la escribo sin saber cuál ha sido la elección que la pareja presidencial ha tomado. No sé si han optado por ahondar los conflictos que hoy tienen, y que seguro solo empeorarán en tanto se inicie de manera más clara la campaña electoral presidencial. La verdad que esto sería un despropósito. Ojalá que en medio de la turbulencia de estos días se hayan animado por dar un verdadero paso hacia la cooperación, sacrifiquen victorias políticas de corto plazo y piensen en su legado, piensen en lo complejo que se le hace a una familia si los padres no tienen empleos bien remunerados, en la frustración de tantos jóvenes que no ven el fruto de su esfuerzo al estudiar. Todo esto por una economía en parálisis por el enfrentamiento político y por la falta de acciones en lo económico. El país necesita cooperación, no conflicto.