Morgana Vargas Llosa, hija del célebre escritor peruano, resumió muy bien a través de un tuit el revuelo que causaron las declaraciones que hizo su padre al periodista Jorge Ramos de Univisión (http://bit.ly/1t5POS3 ): “Curioso, contesta una preguntita de segundos en entrevista de una hora y los fujis en histeria”. La “histeria” no era para menos. Vargas Llosa fue enfático: “Keiko es la hija de un asesino y de un ladrón que está preso, juzgado por tribunales civiles con observadores internacionales, condenado a 25 años de cárcel por asesino y por ladrón. No quiero que gane las elecciones”.
Para muchos esa declaración encierra un profundo resentimiento por la derrota electoral de 1990 a manos de Alberto Fujimori. Pero no deja de sorprender que un hombre de la calidad de nuestro premio Nobel, tan acostumbrado a escribir páginas gloriosas en sus obras literarias, no tenga la capacidad de pasar esa página de su historia personal; y que todavía hoy, después de 24 años, siga dolido al límite de condicionar su participación política ya no a un rival sino a los descendientes de este. Y desconcierta aún más porque en esa misma entrevista, cinco minutos antes, Mario hace sí una sabia reflexión: “Los seres humanos –como tenemos capacidad de reflexionar, digamos distanciarnos de nosotros mismos y juzgar aquello que hacemos– podemos cambiar y afortunadamente gracias a eso progresamos, sino seríamos iguales siempre”. Sin embargo, él mismo, se excluye de la aplicación de su propio pensamiento.
Y contrasta con otro Nobel: Nelson Mandela. Un líder mundial que se convirtió en ello porque después de 27 años de una injusta prisión, supo perdonar y –el sí– pasar la página. “A odiar se aprende –escribió–. Y si es posible aprender a odiar también es posible aprender a amar.” El periodista inglés John Carlin ha escrito con propiedad: el nombre de Nelson Mandela quedará asociado a “la capacidad de los pueblos para superar su pasado”.
Mandela supo guiar a su pueblo a través del perdón; para avanzar como ninguna nación en el mundo. Sin él, y sin su actitud, Sudáfrica seguiría siendo un país atracado en el pasado, sin presente ni oportunidades. Su visión, pero sobre todo su dimensión humana, lo catapultó, no solamente para obtener un Nobel sino algo más importante: para convertirse en un auténtico líder, un referente y un verdadero ejemplo para todas las generaciones y para todos los tiempos.
La mayor cárcel que un hombre puede tener no es la prisión de paredes y barrotes de hierro, sino la que el mismo levanta cuando construye murallas de rencor. La memoria es un deber imprescriptible pero el perdón es un gesto indispensable para promover la unidad y superar el desencuentro. Me quedo con el ejemplo de Mandela que, siendo también un Nobel, aunque penosamente no el nuestro, sí inspira y provoca admiración.