Por: Roberto Abusada
El Comercio, 20 de febrero de 2020
El tema de las pensiones representa un dolor de cabeza en todos los países, sean ricos o pobres. En los países ricos, el principal problema es el de una población que no crece o disminuye (cada vez menos trabajadores contribuyen al sistema); la gente tiene una vida cada vez más larga y los gobiernos tienen enormes problemas para elevar la edad de jubilación. En alguna oportunidad, un exasperado Taro Aso, entonces ministro japonés de Finanzas, agobiado por el peso de las pensiones y la atención médica de los jubilados, sorprendió al mundo declarando: “Los viejos deben apurarse y morir”.
En el Perú existe un sistema de pensiones dual: el público, que administra la Oficina de Normalización Previsional (ONP); y el Sistema Privado de Pensiones (SPP). El primero es un sistema tradicional de reparto (todos contribuyen a un fondo común que, se supone, debe financiar a quienes se jubilan); mientras que en el privado cada aportante tiene una cuenta individual administrada por entidades que invierten esos aportes (AFP) con el objetivo de obtener una rentabilidad que aumente a lo largo del tiempo, y así incrementar la cuenta individual del aportante. De hecho, del monto total acumulado y bajo administración de las AFP, más del 60% es por rentabilidad y el resto es lo aportado por los trabajadores.
Hasta aquí todo bien. Sin embargo, las pensiones en el Perú tienen una cobertura muy pequeña. Menos de la mitad de la población en edad de trabajar está inscrita en alguno de los dos sistemas y, peor aún, menos del 40% de inscritos hace aportes regularmente para sus pensiones. Como resultado, en el sistema de la ONP gran parte (casi dos tercios) de los inscritos no recibirá pensión alguna porque se les requiere haber aportado durante al menos 20 años. En el sistema privado todos los inscritos recibirán una pensión, pero esta puede ser muy pequeña si no aportaron consistentemente durante toda su vida laboral. En el Perú, los trabajadores aportan en promedio solo el 40% del tiempo. De allí que, en promedio, las pensiones que distribuyen las AFP sean de aproximadamente S/1.100 pero con una variabilidad enorme. Tal variabilidad es mínima en el sistema público, donde la pensión promedio es alrededor de S/700.
Está claro, por lo tanto, que en el Perú son muy pocos los que recibirán una pensión que se acerque al menos a la mitad de lo que ganaban al momento de jubilarse. Si sumamos a esto que el 72% de la fuerza laboral se desempeña en la informalidad, podemos concluir que en los hechos son muy pocos los peruanos que recibirán una pensión mínimamente adecuada. La población en su mayoría subsiste en la vejez gracias a una combinación de ayudas, en las que se puede incluir la prolongación del tiempo en el que se mantiene trabajando, los ahorros propios en forma de dinero, algún inmueble, tierra agrícola o el apoyo de la familia extendida. El Estado le ofrece, además, a un millón y medio de personas en situación de pobreza un pequeño subsidio mensual de S/125, llamado Pensión 65.
En su conjunto, el tema pensionario es absolutamente deficiente. En el caso público es claro que está totalmente desfinanciado y representa una contingencia fiscal enorme para el Estado. El sistema privado ha probado ser eficaz, particularmente por la rentabilidad que ha acumulado para los futuros pensionistas, pero ha sido objeto de medidas populistas. Entre ellas, la de permitir al afiliado la opción de retirar la casi totalidad del fondo acumulado al cumplir la edad de jubilación, lo que ha convertido el sistema en un simple ahorro forzoso y ha liquidado el concepto mismo de pensión. De otro lado, las administradoras de fondos tienen serios problemas de comunicación con sus clientes. Han demorado en bajar sus comisiones y sufren una supervisión que se ha convertido en microrregulación, lo que aumenta costos y limita sus posibilidades de inversión.
Más allá de las muchas iniciativas propuestas para reformar el sistema de pensiones, cualquier mirada seria al problema nos remitirá inexorablemente a los anormalmente altos niveles de informalidad y la baja productividad que esta conlleva. Los dos problemas más importantes que condicionan el nivel de informalidad son la prevalencia de una política laboral irracional y los costos de la formalidad asociados, tanto a las normas laborales como a la profusión de trámites y requisitos que se exigen para ingresar a la formalidad. Para alcanzar cualquier sistema medianamente eficaz de protección a la jubilación, se deben atacar estos problemas centrales.