Moisés Naím, Economista
El Comercio, 21 de octubre de 2017
Peor que los malos líderes son los malos seguidores. Los que están desinformados y apáticos.
El mundo tiene un problema de líderes. Hay demasiados que son ladrones, ineptos o irresponsables. Algunos están locos. Muchos combinan todos estos defectos. Pero también tenemos un problema de seguidores.
En todas partes, las democracias están siendo sacudidas por los votos de ciudadanos indolentes, desinformados o de una ingenuidad solo superada por su irresponsabilidad. Son los británicos que al día siguiente de haber votado a favor de romper con Europa buscaron masivamente en Google qué signifi ca eso del ‘brexit’. O los estadounidenses que votaron por Donald Trump y ahora están descubriendo que su presidente les hará perder el seguro de salud. Son los ciudadanos que no pierden el tiempo votando, ya que “todos los políticos son iguales” o quienes están seguros de que su voto no cambiará nada.
Por supuesto que hay que esforzarse en buscar mejores líderes. Pero también hay que mejorar la calidad de los seguidores. Los votos de los indolentes, los desinformados y los confundidos nos amenazan a todos.
La red no es solo una maravillosa fuente de información, sino que también se ha convertido en un tóxico canal de distribución de mentiras transformadas en armas políticas.
Y no son solo los apáticos. En el polo opuesto están los activistas, cuyas posiciones intransigentes hacen más rígida la política. Quienes están muy seguros de lo que creen encuentran en la red refugios digitales donde solo interactúan con quienes comparten sus prejuicios y donde solo circula la información que refuerza sus creencias. Más aun, las redes sociales como Twitter, Instagram y otras obligan a usar mensajes muy breves.
Esta brevedad favorece el extremismo, ya que cuanto más corto sea el mensaje, más radical debe ser para que circule mucho. En las redes sociales no hay espacio, ni tiempo, ni paciencia para los grises, las ambivalencias, los matices o la posibilidad de que visiones encontradas tengan puntos en común. Naturalmente, esto favorece a los sectarios y hace más difícil llegar a acuerdos. ¿Qué hacer? Para comenzar, cuatro cosas.
Primero: Una campaña de educación pública que nos haga a todos menos vulnerables a las manipulaciones que nos llegan vía Internet. Es imposible lograr una completa inmunidad contra los ataques cibernéticos que, usando mentiras y tergiversaciones, tratan de infl uir en nuestro voto o en nuestras ideas. Pero eso no significa que la indefensión sea total. Hay mucho que se puede hacer, y divulgar las mejores prácticas de defensa contra la manipulación digital es un indispensable primer paso.
Segundo: Es inútil ofrecer mejores prácticas a quienes no están interesados en usarlas. Una sostenida campaña que explique las nefastas consecuencias de la indolencia electoral es igualmente indispensable.
Tercero: Hay que hacerles la vida más difícil a los manipuladores. Quienes orquestan las campañas de desinformación deben ser identificados, denunciados y, en los casos de abusos más flagrantes, demandados y enjuiciados. Estos manipuladores fl orecen en la opacidad y se benefician del anonimato. Por lo tanto, hay que hacer más transparentes los orígenes, las fuentes y los intereses que están detrás de la información que consumimos. Es necesario disminuir la impunidad con la que operan quienes están socavando nuestras democracias.
Cuarto: Impedir que las empresas de tecnología informática y de redes sociales sigan actuando como facilitadores de los manipuladores. La interferencia extranjera en las elecciones de EE.UU. o en otros países no hubiese sido posible sin Google, Facebook, Twitter y otras empresas similares. Hoy sabemos que al menos estas tres compañías lucraron al vender mensajes de propaganda electoral pagados por clientes asociados a operadores rusos. Hay que obligar a estas empresas a que usen su enorme poder tecnológico y de mercadeo para proteger a sus consumidores. Y hay que hacerles más costoso el que sigan sirviendo de plataformas para el lanzamiento de agresiones antidemocráticas.
El Comercio no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las fi rman, aunque siempre las respeta.