Esta historia se escribe recogiendo la sabia recomendación de filósofos que insisten en que la sociedad sana es la que hace memoria.
Hace un par de décadas llegó a las playas del Perú un náufrago cuyo cuerpo se encontraba casi desnudo, extenuado, y cuya embarcación estaba destrozada. Apenas había sobrevivido a una tormenta donde se combinaron olas que salieron de otros mares con olas fabricadas en el Perú. Ese casi cadáver era lo que quedaba de la economía peruana.
Su peso –el producto nacional por persona– se había reducido en un tercio. La fiebre no desapareció de inmediato. En diciembre de 1991, la inflación en un solo mes fue 19%, pero un año más tarde llegaría a cero. La recuperación del empleo demoró más: en 1989 ocho de cada diez trabajadores potenciales en Lima se encontraban desocupados o con empleo ‘no adecuado’. Hoy, esa cifra se ha reducido a la mitad. El sueldo mínimo era la tercera parte del actual, unos S/.250 a precios de hoy. Pasaron 16 años antes de que la producción nacional por persona recuperara su nivel más alto del pasado.
El Estado, en vez de haberse convertido en el motor de una economía dinámica, como muchos concebían, se había vuelto un flacuchento, con ingresos corrientes que sumaban apenas 11,5% del producto nacional, y con una aplastante carga de deuda. Los despidos masivos fueron inevitables, y la combinación de pobreza oficial y terrorismo hicieron desaparecer maestros, médicos y otros funcionarios de gran parte del interior del país.
Paradójicamente, el largo intento de agrandar el papel del Estado, objetivo de todos los gobiernos desde la Junta Militar de 1961-1962, había producido el efecto contrario –una privatización por ‘default’, por puro fracaso estatal–. Y, para completar la paradoja, cuando se decidió entonces privatizar más el país se dio el efecto inverso: el Estado creció a casi el doble de su tamaño inicial en 1990, con ingresos que hoy alcanzan 21,6% del producto nacional y que financian más inversión pública y más gasto social.
El gasto social se ha triplicado como proporción del producto nacional. Un resultado es la impresionante caída en la mortalidad infantil. Después del naufragio, morían 75 de cada mil recién nacidos, víctimas en efecto de un crimen de omisión por parte de la sociedad. Hoy esa mortalidad se ha reducido a la cuarta parte.
Otra víctima del naufragio fue el crédito al sector privado, que hace veinte años alcanzaba apenas el 9,9% del producto, y excluía además a las pequeñas empresas. Hoy el peso del crédito es sustancialmente mayor, llegando a 32% del producto, cifra que incluye además un sobresaliente sector de microcrédito, de fama internacional. Tan sólida ha sido la recuperación bancaria que han surgido dudas acerca de un posible sobreendeudamiento.
Un efecto del naufragio que perdura fue la instalación de una cultura emprendedora, fruto de la necesidad y de la ausencia de Estado. Diariamente celebramos los éxitos de esa cultura, como la pujanza de los microempresarios, y diariamente lamentamos su informalidad, como los mercados ‘duty-free’ de Tacna y Juliaca, y los mineros informales. Sin embargo, debemos recordar tanto el terrible costo del naufragio como la fuerza colectiva que nos permitió recuperarnos.
Publicado en El Comercio, 9 de Septiembre del 2013