El último dato del crecimiento económico parece haber sepultado la esperanza de alcanzar la meta de más de 6% planteada por el Gobierno. Sin embargo, el probable crecimiento de entre 5% y 5,5% no sería malo de manera alguna. Más preocupante es la perspectiva de crecimiento de los siguientes años; preocupación sobre la que ha llamado la atención el presidente del Banco Central de Reserva (BCR), al comprobar en el horizonte la falta de planes importantes de inversión privada.
En el reciente decenio el Perú ha crecido en promedio 6,5% cada año. Más importante aún, lo ha venido haciendo de manera muy saludable al tener como principal motor a la demanda interna y su componente clave: la inversión. El Perú tiene la proporción de inversión más alta de América Latina. Invertimos el equivalente a 28% de la producción anual y de cada 100 soles invertidos 81 vienen del sector privado, de allí la importancia de alimentar la confianza del empresario peruano y extranjero, grande y pequeño.
Ni el Ejecutivo ni el Congreso parecen percatarse de tan fundamental hecho.
No se puede negar que algunos eventos en la escena mundial han afectado negativamente la confianza: la caída de los precios de exportación de los metales, la disminución en el ritmo de crecimiento de la economía china y la posibilidad (hoy menos probable) del pronto retiro del estímulo monetario en Estados Unidos. Pero hay también hechos positivos: la economía de la Eurozona ha dejado de caer y son evidentes las señales de recuperación en Estados Unidos, cuyo tamaño representa el 25% de la economía mundial. A diferencia del 2009, cuando fue la crisis internacional la causante del derrumbe de la confianza y la inversión, hoy el deterioro en la confianza empresarial en el Perú es causado principalmente por el gobierno del presidente Humala.
Luego del fiasco suscitado por la intención de comprar Repsol, el Gobierno reaccionó tratando de enmendar el daño que generó en la confianza promulgando medidas facilitadoras de la inversión, y acabó además con el escándalo político en torno a la posibilidad de la candidatura de la esposa del presidente. Al igual que en el caso de Repsol, después del reciente estropicio perpetrado por el Congreso el presidente recula, pero no por convicción –sin su aprobación los personajes a los que exhortó renunciar no habrían sido elegidos– sino por el repudio popular ante tal aberración.
En el ambiente actual, no es de esperar mejora alguna en la confianza empresarial y la inversión privada.
Se percibe con sobrada claridad que el Estado, con el presidente a la cabeza, sigue mirando con recelo al sector privado y desconfiando de él. Pone en duda su papel como motor del progreso.
No se ve al presidente personalmente destrabando algún proyecto de inversión. No se le ve visitando una fábrica textil, inaugurando una planta industrial o asistiendo a la entrada en operación de una mina. No vemos, en contraste con países vecinos, a un presidente orgulloso de tener y apoyar a sus empresas privadas de clase mundial que triunfan en el extranjero. Por el contrario, las esquiva.
Por más esfuerzos que despliegue el equipo formado para destrabar inversiones, se seguirá encontrando con una administración pública impregnada del recelo presidencial frente al sector privado.
Enfrentados ante cualquier decisión facilitadora lícita, pequeña o grande, el ministro o el funcionario de tercer nivel optará por la inacción o sugerirá un arbitraje con la excusa (muchas veces válida) de no querer exponerse al escrutinio de una contraloría compulsivamente reglamentarista.
Poco tiempo le queda al presidente para actuar y borrar esa actitud ante un sector privado ávido de invertir en un marco de confianza e instituciones que, a diferencia de las que se trató vergonzosamente de imponer recientemente, inspiren verdadera seguridad.