Por: Richard Webb
Vengo de leer un excelente artículo en la prestigiosa revista Bloomberg, titulado “Este no es el fin de las ciudades”. Su autor, Richard Florida, es profesor en Toronto, especializado en la creatividad como fenómeno social. Por coincidencia, he tenido el privilegio reciente de leer las reflexiones de quince jóvenes expertos legales acerca del derecho urbano, colección que será publicada próximamente por la Asociación Themis de la Pontificia Universidad Católica (PUCP). La obra reflexiona sobre el papel de esa rama del derecho en el contexto de las severas deficiencias que exhiben las ciudades peruanas, notoriamente el caso de Lima.
Hace poco, hemos visto una respuesta impactante a la pregunta que formula Florida, con la salida desesperada de cientos de personas huyendo de Lima y dispuestas incluso a llegar caminando hasta sus tierras de origen. Pero, además, no pasa un día en que alguien no nos recuerde las múltiples deficiencias de la vida urbana, no sólo las sanitarias-que son las más álgidas del momento-, sino las de empleo precario, viviendas inseguras ante huaicos y terremotos, transporte caótico y atorado, delincuencia, y gobiernos municipales corruptos y sin planificación. ¿No estaríamos mejor regresando a la vida más sana y solidaria del campo, donde podemos comer quinua y maca diariamente, y donde es más fácil saber con quien están nuestros hijos, y decirle ‘chau’ al experimento urbano?
Pero, salvo el manojo de personas que se fueron por el virus, creo que todos conocemos cuál sería la respuesta del limeño. “Muy de acuerdo. El campo es mejor. Pero pase usted primero.” Después de publicar “Lima la horrible,” Sebastián Salazar Bondy siguió viviendo en la ciudad. Su vida era la expresión artística, satisfacción difícil de lograr viviendo en una pampa.
El problema es que lo malo de la ciudad está mucho más a la vista que lo bueno. Lo bueno se conoce principalmente por sus efectos – casi como un virus benefactor. Se trata de la productividad: en economía, más gente significa más mercado y, como resultado, más productividad. Parece magia, pero la evidencia es abundante. La revolución industrial en Europa no se produjo solamente con máquinas y tecnología, sino también con la concentración de gente en ciudades, y esa formula ahora se aplica masivamente en el mundo.
Adam Smith no habló expresamente de la urbanización como motor de productividad, pero el argumento está implícito en la “mano invisible”, su concepto central. Más gente permite la especialización y, así, más productividad. Y un dato que revela esa lógica, y hasta lo precisa con números, es el valor del metro cuadrado en las ciudades donde, a más población, más alto el valor del terreno. La posibilidad de ubicar un negocio cerca a los clientes y/o a los proveedores tiene un valor que se refleja en el precio del terreno. En Lima, como en todo el mundo, ese valor ha venido aumentando en forma extraordinaria. Hoy, la suma del valor de todos los metros cuadrados de propiedad privada en Lima excede el PBI nacional de un año. El mero crecimiento de Lima ha ido elevando el valor de ese capital y, las familias que se instalaron en un terreno antes ubicado en los márgenes de la ciudad se han beneficiado sustancialmente con esa revaloración.
Pero, si la realidad de la economía nos va a obligar a seguir viviendo en Lima, debemos redoblar esfuerzos para mejorar la ciudad en sus dos funciones: como maquina económica y como “casa” colectiva. En ambos casos es necesario entender el enorme dinamismo y la velocidad de cambio de la vida urbana.