Por: Richard Webb
El año 1985 publiqué una colección de reflexiones titulada “Por qué Soy Optimista.” El país cumplía diez años de turbulencia – dictadura, inflación por las nubes, huelgas, terrorismo salvaje – todo eso agravado por una crisis internacional de la deuda y un terrible Fenómeno del Niño, una combinación de fatalidades que parecía excluir cualquier optimismo racional.
Pero, ¿desde cuando el optimismo es un asunto de racionalidad? Trabajando como técnico en el gobierno, yo estaba acostumbrado a preguntas acerca de mis previsiones para la economía. Pero nunca me acostumbré a los calificativos de “optimista” o “pesimista” que despertaban mis respuestas. En efecto, me acusaban de sesgar lo que debía ser un cálculo técnico. La ciencia y el optimismo, ambos son recursos, pero el papel de cada uno exige su separación. El ojo del optimismo arranca más allá del horizonte visible, más allá de donde alcanza el ojo de la verificación científica. Pero, ¿cómo, entonces, justificar el optimismo en medio de tanta calamidad? En ese momento no se me ocurrió la pregunta. Recién hoy, con la llegada del COVID-19, he caído en cuenta de la explicación. Me había contagiado.
No era inevitable. Mi educación privilegiada y el lujo de una vida intelectual me permitían vivir en un aislamiento tranquilo, cómodamente gozando el sofisticado sabor del pesimismo en cuanto a nuestra sociedad, pero me dejé llevar por una curiosidad algo infantil, de comprender la vida de personas menos privilegiadas, obligadas al trabajo normal. Usando encuestas y conversaciones dediqué años a conocer al trabajador de Lima, y después al poblador de la Sierra.
Una de las primeras entrevistadas fue Lourdes, nacida en El Agustino, la mayor de ocho hermanos, hija de un modesto mecánico. Con apenas un metro cuarenta centímetros, Lourdes era la más pequeña de su clase en una Gran Unidad Escolar, de la cual se graduó cuando empezaba una fuerte recesión en la economía nacional. Durante cuatro años tomó cursos de preparación universitaria y postuló sin éxito a escuelas de enfermería y a San Marcos. No se rindió, y finalmente logró su ingreso a la Universidad de Huacho para estudiar contabilidad, donde viajaba cada viernes para tomar clases hasta la noche del domingo y regresar a su trabajo de secretaria en Lima durante la semana. Cuando su micro llegaba a El Agustino, la esperaba un hermano por lo peligroso del barrio. Derramando energía, Lourdes compartió sus planes para poner un estudio contable, ser profesora a la vez, y estudiar enfermería de noche. Cara a cara con Lourdes, ¿quién no se contagiaría de su optimismo?
El espíritu de superación de Lourdes era la característica más común de las entrevistas realizadas a pobladores de los asentamientos humanos. Un caso típico fue el de una pareja de jóvenes llegados de Apurímac, sin haber completado colegio primario, que se conocieron en una yunza dominical de Pamplona Alta. Ocho años después aún vivían en un arenal, bajo calamina, sin agua, desagüe, o luz, y con cuatro niños en dos cuartos. Pero veinte años más tarde cubrían todas esas necesidades de hogar, hijos con secundaria completa, uno en la Guardia Civil, sueldos entre dos y tres veces el salario mínimo, además de una tiendecita de abarrotes en su casa.
Pero, si la aventura de la migración y la vida urbana están asociadas a un casi necesario optimismo, ¿qué actitud de vida tiene el que sigue atascado en la subsistencia minifundista? Buscando una respuesta viajé a Curgos en la sierra de La Libertad, declarado hace unos años el distrito más pobre del país. Varias carencias están a la vista, como agua y desagüe en muchas viviendas, y se entienden los problemas de salud, especialmente en los caseríos más remotos. Pero finalmente el camino ha llegado a Curgos, y hoy sus habitantes cuentan con una asociación de carros para ir y venir a la capital regional, se jactan de tener la mejor papa de la región, compran vacunas para sus animales, y publicitan sus logros en Facebook.
¿Quién no se contagiaría de semejante virus?